En una ocasión en que me tocó hablar en la Universidad de Oklahoma, pedí que me llevaran a ver el baldío donde se había alzado, en pleno centro de la ciudad, el edificio gubernamental dinamitado en abril de 1995 por la mano de Timothy McVeigh, el fundamentalista de la supremacía racial blanca en guerra contra su gobierno, y quien a través de aquel acto pretendía vengar a los muertos del asalto del FBI, dos años atrás, al reducto de la secta de los Branch Davidians en Waco, Texas.
En el edificio Murrah, además de las oficinas de diversas agencias federales, funcionaba un kindergarten, y entre los 169 muertos por la explosión de la carga de nitrato de amonio colocada por McVeigh en un camión, hubo docenas de niños. Nunca olvido que en la malla que rodeaba el baldío pendían ositos de peluche, tarjetas con dibujos infantiles, fotografías, cartas en letra escolar. Y que en la acera quedaban los restos de las velas encendidas por los pobladores cada noche.
He vuelto a ver esas velas encendidas, esos mensajes destinados a los muertos, esas fotografías, esas cartas de amor que ya no llegarán a sus destinatarios, ahora que otra hecatombe terrorista, la de Nueva York y Washington, ha superado con creces a aquella de Oklahoma. Bin Laden, el fanático que no perdona la profanación de la tierra santa saudita por las tropas estadounidenses en guerra contra Irak, quiso golpear los centros de poder financiero y militar de Estados Unidos, no importa quién fuera sacrificado. McVeigh, el otro fanático que había estado en esa misma guerra de Irak, fue a ensañarse en la inocencia rural del medio oeste, donde se sabe tan poco de las complejidades del mundo exterior. La Oklahoma de cielos arrebolados de los musicales de Judy Garland, y de las infinitas tierras labrantías de la novela Las viñas de la ira, de John Steinbeck, que uno divisa, oleada tras oleada, en el paisaje sembrado por las moles de los malls, sus cúpulas doradas brillando con el sol poniente, como grandes catedrales. O como mezquitas. |