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Sábado 23 de septiembre de 2000



Juegos de muerte

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Hermano Pablo

Juan Carlos y Luis Gerardo se pusieron uno frente al otro. Se miraron intensamente por unos momentos. Estaban en duelo, y los duelos no son cosa de juego. Cada uno portaba una pistola calibre 22. El gesto era decidido, y la voluntad de disparar, estaba pronta.

Ambos amartillaron las armas, y ambos dispararon casi al unísono. Dos balas certeras horadaron sus pechos, y ambos cayeron al suelo sangrando por dos orificios redondos. Y ambos murieron como resultado de las heridas. Juan Carlos, de doce años, y Luis Gerardo, de nueve, eran hermanos, hijos del policía bancario Virgilio Carbajal Reyes, de la ciudad de México.

Lo que hacían era un juego, un inocente juego que resultó trágico. «Juegos de muerte» titulaban los diarios esta noticia superdolorosa. Juegos de muerte realizados por dos niños inocentes, hermanos por añadidura. Hallaron las pistolas en el ropero del padre, policía bancario, y aleccionados y estimulados por la televisión, se entregaron al juego mortal.

Hay muchos otros «juegos mortales» en esta vida. Es juego mortal jugar con la mujer ajena. Juego mortal que arruina el hogar, la salud, la conciencia y el alma.

Es juego mortal jugar con los naipes, dados y ruletas, porque arruinan la economía del hogar, entorpecen la conciencia, debilitan la moral y llevan a la pobreza y a la ruina.

Es juego mortal jugar con las copas. Porque dentro de las botellas de licor se esconde la serpiente que va a morder y a envenenar.

Es juego mortal jugar a las escondidas con Dios, y huir de su presencia, como si fuera posible ocultarse de Aquel que todo lo ve, todo lo conoce y todo lo puede. Juego verdaderamente mortal porque quien huye de Dios, pretendiendo burlarse, caerá en el abismo sin fondo ni fin.

Es juego mortal jugar con la decisión de aceptar de una vez a Cristo como Señor y Salvador, y dejar pasar la oportunidad una y otra vez, hasta que el Señor, cansado, deja de llamar.

Es juego mortal jugar con el destino eterno, cuando en un momento puede uno pasar a la eternidad. Y pasar a ella sin Cristo.

Terminemos de una vez con esos juegos mortales que el diablo enseña a jugar. Aceptemos, hoy mismo, a Cristo como nuestro Salvador.

 

 

 

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