Juegos de muerte

Hermano Pablo
Juan Carlos
y Luis Gerardo se pusieron uno frente al otro. Se miraron intensamente
por unos momentos. Estaban en duelo, y los duelos no son cosa
de juego. Cada uno portaba una pistola calibre 22. El gesto era
decidido, y la voluntad de disparar, estaba pronta.
Ambos amartillaron las armas, y ambos dispararon casi al unísono.
Dos balas certeras horadaron sus pechos, y ambos cayeron al suelo
sangrando por dos orificios redondos. Y ambos murieron como resultado
de las heridas. Juan Carlos, de doce años, y Luis Gerardo,
de nueve, eran hermanos, hijos del policía bancario Virgilio
Carbajal Reyes, de la ciudad de México.
Lo que hacían era un juego, un inocente juego que resultó
trágico. «Juegos de muerte» titulaban los
diarios esta noticia superdolorosa. Juegos de muerte realizados
por dos niños inocentes, hermanos por añadidura.
Hallaron las pistolas en el ropero del padre, policía
bancario, y aleccionados y estimulados por la televisión,
se entregaron al juego mortal.
Hay muchos otros «juegos mortales» en esta vida.
Es juego mortal jugar con la mujer ajena. Juego mortal que arruina
el hogar, la salud, la conciencia y el alma.
Es juego mortal jugar con los naipes, dados y ruletas, porque
arruinan la economía del hogar, entorpecen la conciencia,
debilitan la moral y llevan a la pobreza y a la ruina.
Es juego mortal jugar con las copas. Porque dentro de las
botellas de licor se esconde la serpiente que va a morder y a
envenenar.
Es juego mortal jugar a las escondidas con Dios, y huir de
su presencia, como si fuera posible ocultarse de Aquel que todo
lo ve, todo lo conoce y todo lo puede. Juego verdaderamente mortal
porque quien huye de Dios, pretendiendo burlarse, caerá
en el abismo sin fondo ni fin.
Es juego mortal jugar con la decisión de aceptar de
una vez a Cristo como Señor y Salvador, y dejar pasar
la oportunidad una y otra vez, hasta que el Señor, cansado,
deja de llamar.
Es juego mortal jugar con el destino eterno, cuando en un
momento puede uno pasar a la eternidad. Y pasar a ella sin Cristo.
Terminemos de una vez con esos juegos mortales que el diablo
enseña a jugar. Aceptemos, hoy mismo, a Cristo como nuestro
Salvador.
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