Enfermó un hombre de un ojo, tanto su mal creció que de aquel ojo cegó, si no lo [tenéis] por enojo. Con el ojo que de nones le vino a quedar, pasaba, y veía lo que bastaba sin curas, agua ni funciones.
Él al punto... partió, con [el] fin de desentuertar, al soberano lugar; y apenas en él entró. Y en fin, sin remedio alguno, hubo de venir a estado que de allí a una hora el [desventurado] ya no veía de ninguno.
Al Cristo entonces... fue,...y... con más cólera que fe, a grandes voces decía: -¡Señor a quien me consagro, ya no quiero más milagro, sino el que yo me traía!!
Estos simpáticos versos del romancillo Mal de ojo del poeta español Pérez de Montalbán nos recuerdan el sabio refrán: "Todo pica para sanar, menos los ojos, que pican para enfermar." De allí el refrán que dice: "Quien quiera el ojo sano, átese la mano".
Todos sabemos por experiencia que cuanto más nos frotamos los ojos cuando nos pican, más nos arden. Lo que desconocemos muchos es que, de igual manera, cuanto más nos frotamos el alma cuando está enferma de culpa, más culpables nos hacemos. Cuando nos empeñamos en merecer la salvación mediante las buenas obras, creemos que tenemos de qué jactarnos. ¡Y Dios nunca ha tolerado la soberbia! Por algo será que diseñó un plan que no contempla la posibilidad de salvación por méritos propios, sino sólo por los méritos del único que jamás pecó, nuestro Señor Jesucristo. "Quien quiera el alma sana, átese las buenas obras" y acepte la gracia salvadora que Dios le ofrece sólo por los méritos de Cristo su Hijo. Deje de frotarse el alma, y clame más bien: "¡Señor a quien me consagro, ya no quiero más milagro, sino el que tú hiciste en la cruz donde moriste!" |