Desde mucho antes de la República, la navegación de cabotaje entre los pueblos de las costas de Panamá era la única modalidad posible para trasladarse de un punto a otro de la geografía nacional. Desde Chiriquí, Azuero y Darién llegaban por barco a la ciudad Panamá, productos agrícolas, ganado y personas.
Los panameños, sin duda alguna, fuimos el resultado de una cultura marítima que hoy hemos echado en el olvido. Nos hemos aferrado al automóvil con una insistencia casi enfermiza, mientras, frente a nosotros, en ambos litorales el mar nos ofrece una bella oportunidad de trasladarnos de un lugar a otro, sin los contratiempos de la movilización por carretera.
Ahora que el sistema de transporte colectivo se ha convertido en un dolor de cabeza, el estado o la empresa privada bien podrían realizar un estudio para instalar un tren marítimo como complemento a la movilización por tierra, que conecte el centro histórico de la capital con puntos poblados como Juan Díaz, Pacora, Chepo y más allá.
Para ello se utilizarían modernas barcazas bien equipadas y seguras con todas las facilidades que podrían aprovechar los ríos y canales naturales que conectan y dan acceso al mar. Sería una alternativa novedosa, más cómoda y hasta quizá más barata.
Instalada la ruta de barcazas, los centros de desembarco serían interconectados por buses que transportarían al pasajero a su lugar de residencia en las barriadas diseminadas en el sector Este de la Ciudad.
Una barcaza podría trasladar a cientos de personas reduciendo los costos de consumo de combustible y ofreciendo una alternativa a los graves problemas del aumento desmesurado de la población vehicular que ya no cabe en la red vial existente.
¿No cree nuestro sufrido pasajero citadino que resulta más llevadero un viaje sentado en una butaca, disfrutando de las delicias de la brisa y el paisaje marino, que el ambiente de zozobra y atiborramiento, colgado de la barra de un diablo rojo?