OPINION

HOJAS SUELTAS
Ficciones

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Eduardo Soto P.
Crítica en Línea

La olla de sopa humea frente al temeroso cocinero presidencial. Es lunes. Es el día de la sopa en Palacio. Por primera vez en su larga carrera de chef no está usando el curioso gorro blanco, "el hongo sublime" como él le llama cariñosamente, porque le resulta impropio de su profesión envenenar a alguien. "Nada elegante, pero inevitable (...) alguien tiene que salvar la Patria", se dijo esa mañana frente al espejo.

En la regordeta mano derecha blande el cucharón de hechicero, mientras con miedo lleva en la izquierda el frasco con el insípido e inodoro polvo blanco. El arsénico es conocido como el rey de los venenos, le había explicado su contacto en el movimiento. El cura de la parroquia vecina, con quien se confesó "antes de quebrantar el quinto mandamiento", demostró ser todo un conocedor de las conjuras y asesinatos políticos, cuando abrió sorprendido los ojos, se cubrió la boca en un gesto de terror, y en susurro llamó al poderoso brebaje por el nombre clave que le dieron hace siglos en el Vaticano: Acqua di Napoli.

El chef vertió de sopetón en la vasija el veneno, y sólo se quedó en su escena del crimen, lo suficiente para ver a su víctima con la exquisita y antigua cuchara de plata metida en la boca. Sin sospecha alguna, tragó.

No quiso saber más. No estaba dispuesto a ver la carnicería que venía después: los capilares se debilitan y cascadas de sangre caen en el estómago; vómitos a chorro, de aspecto blanquecino como agua de arroz, y con un fuerte olor a ajo; quemantes dolores de faringe y diarreas humillantes; y si la víctima aspiró algo del polvo, le sobreviene una tos violentísima por la irritación pulmonar. Debido a la pérdida de líquidos y sales, se produce una sed intensa y calambres musculares, principalmente en el rostro. Finalmente, la inevitable depresión respiratoria, convulsiones, coma y... el adiós.

Él huyó. No quería estar ahí cuando hallaran el cadáver.

Llegó al rellano de la escalera y justo cuando iba a salir a la calle, en la tarde fresca del viejo barrio donde está enclavado el Palacio, con el pie levantado para pisar la acera, y en el bolsillo del pantalón el pasaporte y el pasaje para Cuba, se cayó de la cama.

 

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