El pesimismo es tan difícil de demostrar como el optimismo: es tan imposible fundar una moral sólida y objetiva sobre un sistema como sobre el otro.
El pesimismo tiene por principio la posibilidad de una comparación científica entre las penas y los placeres.
En suma, el pesimismo se explica en parte por leyes psicológicas que hacen que los placeres pasados, en los que uno se ha saciado, resulten mezquinos ante las penas soportadas.
Pero, por otra parte, hay otras leyes psicológicas, de acuerdo a las que los placeres futuros aparecen siempre como teniendo un valor superior a las penas que se soportaran para alcanzarlos.
Esas dos leyes se equilibran: esto explica el hecho de que, en general, la humanidad no es absolutamente pesimista, y de que, los más convencidos pesimistas, sólo muy raramente se dan muerte.
La moral pesimista descansa, pues, no en un razonamiento científico, sino en una pura apreciación individual, en la que pueden entrar muchos errores como elementos.
Perpetuamente cambiamos penas por placeres, placeres por penas; pero, en este cambio, la única regla de valor es la oferta y la demanda, y raramente se puede decir a priori que tales dolores superan a tales placeres.
La desdicha como la felicidad es en gran parte una construcción mental hecha antes de tiempo.
Es preciso, pues, desconfiar por igual de los que se vanaglorian de haber sido perfectamente felices como de los que afirman haber sido absolutamente desdichados.
La felicidad perfecta está formada por el recuerdo y el deseo, como la desdicha absoluta por el recuerdo y el temor. Casi nunca hemos tenido conciencia de ser plenamente felices y, no obstante, recordamos haberlo sido.
¿Dónde está, pues, la felicidad absoluta si no es en la conciencia?
En ninguna parte; es un sueño con que disfrazamos la realidad.