Fueron 30 kilómetros en los que el convoy de carga corrió normalmente. Los maquinistas se limitaban a mirar de cuando en cuando los controles y atisbar las vías por rutina. De pronto les llegó el mensaje: «Detengan el tren. Hay un auto debajo de un vagón.»
Bajo las ruedas había un pequeño Volkswagen, enrollado como un pliego de papel; dentro del auto había dos jóvenes completamente destrozados. El tren los había arrastrado a lo largo de 30 kilómetros.
Antes de llegar a ese triste final, ambos habían sido arrastrados en la vida por otros factores. Su muerte fue casi inevitable. Primero habían sido arrastrados del hogar a temprana edad por la corriente que arrastra a una buena parte de la juventud: la desobediencia a los padres y el ansia de una vida de libertinaje. Después los habían arrastrado el alcohol y las drogas, que también llevaban en el auto.
Al final los había arrastrado la locura de ganarle una carrera al tren. El tren llegó primero al cruce de las vías, y el pequeño auto se metió debajo de las ruedas de hierro. No fue necesario nada más. El auto y sus ocupantes fueron arrollados por el tren.
Al principio el licor y las drogas son un hilo de agua que corre mansamente, produciendo cierto placer y euforia. Pero poco después se convierten en un arroyo tumultuoso, hasta que se vuelven un torrente irresistible y terminan siendo un mar donde todo naufraga: conciencia, inteligencia, moral y la vida.
¿Qué puede detener ese irresistible torrente? ¿Qué puede frenar esa loca carrera? Ha cobrado ya muchas víctimas jóvenes. ¿Quién sabe cuántas veces estos adolescentes no habrían hecho angustiosamente esas preguntas, y cuántas veces habrían rogado: «¡Detengan este mundo loco, que quiero bajarme!»? Por eso hay que volver a preguntar: ¿Qué puede librar a una persona de esa esclavitud del vicio, del alcohol, de las drogas?
En medio de esa furiosa corriente hay un remanso de paz y de calma. Ese remanso es Jesucristo. Él dijo: «La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden» (Juan 14:27). Quien encuentra a Cristo encuentra la paz. Él está a nuestro lado ahora mismo.