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Una linda jugadita, por el amor de Dios

Hermano Pablo | Reverendo

«En el Mundial del 86, Valdano, Maradona y otros jugadores protestaron porque los principales partidos se jugaban al mediodía, bajo un sol que freía lo que tocaba. El mediodía de México, anochecer de Europa, era el horario que convenía a la televisión europea. El arquero alemán, Harald Schumacher, contó lo que ocurría:

-Sudo. El sol cae a pique sobre el estadio y estalla sobre nuestras cabezas. No proyectamos sombras. Dicen que esto es bueno para la televisión.

«Los jugadores están para patear, no para patalear; y Havelange puso punto final al enojoso asunto:

«-Que jueguen y se callen la boca -sentenció».

Así comienza el atrevido escritor uruguayo Eduardo Galeano su capítulo acerca de «La telecracia» en su libro titulado El fútbol a sol y sombra. En sentido figurado, tanto ese sol como la sombra, que no es más que la carencia del sol, simbolizan la tensión evidente entre esos mismos directivos y los espectadores. Es que la sombra evoca imágenes de los ricachones que se acomodan al amparo de ella y no tienen que preocuparse por soportar el calor del sol al presenciar un encuentro; mientras que el sol representa a los pobrecitos que tienen que contentarse con soportar el calor del encuentro.

En su prólogo titulado «Confesión del autor», Galeano dice casi bromeando: «Yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico: "Una linda jugadita, por amor de Dios". Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece».

Quiera Dios que los que somos hinchas confesos de Él y lo amamos aun más que lo que el fanático apasionado ama el fútbol, sigamos el ejemplo de Galeano en lo tocante a nuestra fe. Vayamos por el mundo contándoles a los demás acerca de la forma milagrosa en que Dios transformó nuestra vida. Hagámoslo «por amor de Dios», agradecidos porque reconocemos que no somos más que mendigos de la Buena Noticia de Jesucristo, ya que el milagro de nuestra salvación no ha sido por nuestras «lindas jugaditas», sino sólo por su gracia divina.




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