José Carlos García Fajardo
Hace años, una compañera se llevó de mi mesa un café caliente. Era para un hombre aterido en aquella helada noche madrileña. Ahí comenzó todo. Para mi alivio, en el atardecer de la vida, se va superando la mera beneficencia y proliferan centros para la búsqueda de algún empleo para estas personas expoliadas y desarraigadas por los fallos del sistema socioeconómico, o por sus errores personales.
Es responsabilidad del municipio atenderlos, ofrecerles asilos, o refugios bien organizados, tratamiento psiquiátrico o medios para desintoxicarse. Comprensión y fuerzas para reinsertarlos en la sociedad de una manera digna.
Los voluntarios no pueden ser parches, alivio de malas conciencias ni remiendos ante las injusticias de un modelo de desarrollo implacable con los excluidos.
Ya no hay tiempo para lamentarnos sin alzarnos, conscientes de que lo que se debe en justicia no se concede en ayuda o caridad. El servicio se transforma con el tacto y la delicadeza. Con la denuncia, con la acogida, con el compromiso y con la fuerza de la palabra en aulas y en medios de comunicación, en nuestros ambientes de trabajo y de ocio. Convencidos de que otro mundo más justo es posible, porque es necesario.
No podemos especular con ayudas a países empobrecidos y en locas carreras de consumismo y despilfarro sin ocuparnos, al tiempo, de nuestro entorno más próximo.
Para que el mendigo Pablo no tenga que aguardar a que la vecina abra las contraventanas para dejar pasar al nuevo día.