¡Cristianos de la urbe y del orbe! En esta hora solemne os llamo e invito, allí donde os halléis, a rendir homenaje de veneración a Cristo resucitado, a la víctima pascual de la Iglesia y del mundo.
Únanse en este culto todas las comunidades del pueblo de Dios, desde donde nace el sol hasta el ocaso. Que todos los hombres de buena voluntad estén con nosotros. Sí, porque éste es el día hecho por el Señor. Este es el día en que se ha decidido le eterna batalla. Desde los comienzos existe una lucha entre la vida y la muerte. En el mundo se libra la batalla entre el bien y el mal. Hoy la balanza se ha inclinado hacia un lado: la vida ha vencido, el bien ha ganado. Cristo crucificado ha resucitado del sepulcro, ha inclinado la balanza a favor de la vida. La muerte tiene sus límites. Cristo ha abierto una gran esperanza de la vida, más allá del ámbito de la muerte.
Tú , víctima pascual, conoces todos los nombres del mal mejor que ningún otro que los pudiese nombrar y enumerar. Atrae hacia tus brazos todas las demás víctimas. ¡Víctima Pascual! ¡Cordero crucificado! ¡Redentor! Aunque se hubiese dado el caso de que en la historia del hombre, de los individuos, de las familias, de la sociedad y, en fin, de toda la humanidad, el mal se hubiera desarrollado de modo desproporcionado, ofuscando el horizonte del bien, nada de ello podría superarte.
Cristo resucitado ya no muere más. Aunque en la historia del hombre y en nuestra propia época se potenciase el mal; aunque humanamente fuese ya imposible retornar a un mundo donde vivir en paz y en justicia, al mundo del amor social; aunque humanamente no se viese ya solución, aunque se enfurecieran las potencias de las tinieblas y las fuerzas del mal, Tú, víctima pascual, cordero sin mácula, redentor, ya has logrado la victoria. Y has hecho de ella nuestra propia victoria, el contenido pascual de la vida de tu pueblo.