Las virtudes son fuerzas interiores innatas e incontrovertibles que fortifican los comportamientos habituales del alma humana, haciéndola accesible y receptiva, acoplándola a las adaptaciones y presiones exigentes de la existencia.
Y esta costumbre hecha sentimientos asida fuertemente de lo divino, incentiva al maestro, ya del nivel primario, secundario o universitario a entregarse en todos los órdenes del diario vivir, plegado a la labor doctrinaria, en familiar mare mágnum alborozado, proyectando en la mente del iniciado, el estímulo, ya intelectual, ya material, de los recursos ponderativos tendientes a la consecución de los éxitos productivos.
No escribo para entregarme al litigio de quién es mejor o peor, ' exponiendo las altruistas advertencias, los enriquecidos escarmientos o los refractarios comportamientos tan dañinos para las actuales generaciones que se debaten en esta sociedad decadente y desvalorada. Ese no es mi rol en esta hora crucial que vive la educación en Panamá, donde la buena conducta y la urbanidad reptan desfiguradas de los denigrantes hábitos defendidos por personeros que cabalgan sobre el corrupto desorden, abrigado de una espesa sombra que ha cubierto el rostro de la era educativa republicana. Razón que me da la garantía para afirmar que no es cualquiera que se le debe extender el título de maestro de educación primaria o bien de profesor de media o pre-media.
No necesitan de mi defensa los egresados de ayer de la escuela Normal de Santiago, claros ejemplos de eminencia, miembros deslumbrantes de la celebridad, entre ellos, Doris Melba Rosas, Yolanda Córdoba, José de la Cruz Pothá. Ellos trajeron a la palestra los paladines de la verdad y de la equidad, afanados sembradores de la semilla del saber, formadores pretéritos de los actuales arquitectos de la república, premiados por la devoción y el honor donde la pulcritud sirve las viandas de la responsabilidad sobre la mesa del saber.