Cuando Pablo Escobar Gaviria y el resto de los capos del Cartel de Medellín iniciaron a mediados de la década del ochenta la lucha contra la justicia colombiana que los quería procesar o extraditar a Estados Unidos, se puso en moda la actividad del sicariato.
Matones a sueldos tomaban una motocicleta y avanzaban por el pesado tráfico de las ciudades colombianas para descargar sus ametralladoras sobre algún representante de la ley. En Panamá, nos sorprendían esos hechos, pero hoy estamos viviendo en carne propia la actividad de los sicarios.
Antes eran los carteles colombianos que mandaban a sus compatriotas a eliminar a un distribuidor local que se quedaba con la ilícita mercancía o al que osara tumbarle la cocaína.
Ahora esas tareas se subcontratan. Los colombianos alquilan el gatillo de matones panameños que por unos cuántos miles de dólares hacen el trabajo sucio.
Lo preocupante de todo es la acción de las autoridades. Se cometen crímenes de ese tipo y las sumarias sin resolver reposan en las diversas Fiscales y tribunales. A los llamados tumbadores apenas se les reseña en los informes de inteligencia y no hay una investigación de verdad.
No hay que dudar que el narcotráfico tiene un gran poder. Cuentan con los recursos para sobornar y para matar al que no accede a sus peticiones, por eso hay que poner un alto a ese accionar de los delincuentes, para evitar que los capos hagan lo que se les antoje en Panamá