A ORILLAS DEL RIO LA VILLA
Vendedor de mangos
Santos Herrera
Días antes de la primera
creciente del río de ese año, nació Isaías en
la huerta. Sus padres se vieron obligados a mudarse para el pueblo cuando
todavía no había concluido la cosecha en el sembradío
y en los árboles frutales. Por lo tanto, puede asegurarse que el
niño gateó y dio sus primeros pasos en el siguiente verano,
allá en la huerta a orillas del río. La mano sembradora del
abuelo había convertido el sitio en algo paradisíaco con árboles
de mango y estiradas palmas que con sus penachos pretenden peinar las nubes.
Acariciando la adolescencia, cuando no podía atajar los traviesos
e impertinentes gallos, que se le escapaban por los portillos de las cuerdas
vocales, empezó Isaías durante el verano a viajar todos los
días al pueblo a vender mangos. En la estación lluviosa el
recorrido era a la inversa. Viajaba todos los días sin ninguna ausencia
en el año y siempre montado en su fiel caballito moro. Se casó
y siguió vendiendo mangos. Tuvo numerosa familia a la cual nunca
le faltó el pan en la mesa, gracias a su recorrido diario por las
calles del pueblo, ofreciendo en venta durante la época olorosos
y sabrosos mangos papayo, piro, calidad y otros que reclamaban con avidez
los clientes. A falta de mangos y por las necesidades de la prole que crecía,
Isaías amplió sus ofertas frutales por lo que viajaba diariamente
a la huerta en busca de pipas, cocos, plátanos, papayas, nísperos,
guineos y otras cosas. Bien temprano, de vuelta al pueblo, llegaba en su
caballito con sus zurrones cargados de frutas que sin apuros pregonaba por
las calles.
Sin embargo, para ellos el tiempo no transcurría. Por eso no
se dieron cuenta de que el viejo caminito a la huerta fue cambiando a carretera
con cascajo, después asfalto, más tarde concreto y por último
en una circunvalación. Ni tampoco que los oscuros caminos se alumbraron
primero con bombillos eléctricos y después con lámparas
fluorescentes. El pueblo también cambió, al igual que lo
gustos de sus pobladores y los clientes se fueron muriendo; pero Isaías,
de figura mística, con su aspecto de quijote tropical, seguía
vendiendo mangos. Su leal caballo, por fuerza de la costumbre y por falta
de iniciativa del enjuto jinete, siempre paraba en las casas donde por años,
le compraban.
Ninguno de los dos se percataba de que la familia ya no vivía
en ese lugar o de que la vivienda estaba desocupada o simplemente la misma
se había caído. El viejo sin prisa y el cansado caballo con
su lento andar continuaron recorriendo diariamente las calles del pueblo,
seguidos a veces por perros caprichosos y niños juguetones que les
hacían travesuras. Para que el octogenario Isaías no fuera
más a la huerta, sus hijos regalaron el viejo caballo. Una madrugada,
el animal apareció en la casa de su amo y éste, sin que los
familiares se enteraran, muy silenciosamente, le colocó los zurrones
y los dos muy alegres se fueron para la huerta.

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