El destino ha fortalecido nuestras vidas, tributándole un vigoroso recuerdo natural, para la eternidad, siendo lógico que todos estemos obligados a su ascenso cualitativo y cuantitativo. Pero a nosotros nos dominan los genios de la fantasía burocrática: analizando, promoviendo y concluyendo, buscando siempre lo delgado de la soga, para hacerlas trizas en su parte más sensible.
Los beneficios de la gran obra, el Canal, se volatilizan, antes de llegar a los escuálidos bolsillos del hombre de la calle que siente los crujidos de la poderosa miseria con caracteres incesantes y dantescos. A los aislados y desamparados hogares panameños, allá en las faldas de las montañas, o bien, en las áreas suburbanas de las ciudades, no reciben siquiera el olor de las migajas de fustuosas comilones que se celebran en los banquetes de excelentes camaraderías. Campesinos postergados y postrados habitando en casas sin cobijas, donde los niños titilan de frío, protegidos por rotos harapos insuficientes y humillantes, plácidos concubinos de los rigores inclementes del tiempo demoledor.
Subsisten y hasta el aire se muestra indiferente, para entrar a sus débiles pulmones, donde finalmente en función osmótica, mezclarse con la sangre sin fuerzas, trasladando inercia a todo el cuerpo desnutrido y menguado, despojado de pujanzas y esperanzas, torturado por huéspedes intestinales asesinos que en batalla desigual, les hurtan los escasos nutrientes de la miserable alimentación sin calorías. Son coterráneos que habitan entre el silencio y la soledad de las guijarrosas y escarpadas cordilleras a donde no entra el aliento impulsivo de la novedosa civilización. Pobladores famélicos y desinformados, apartados de la cobertura beneficiosa y bulliciosa del multimillonario presupuesto; son los prisioneros obedientes de los barrotes naturales de la tierra improductiva. Seres bulímicos en estado cuasi nómadas, sin agua potable, ni alimentos reparadores de energías, vagando a la sombra de los cerros calcinados por el sol, presas inevitables de la desesperanza, confinados permanentes de su propia mala suerte.