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Todo el día, desde que abrieron las puertas del cementerio, el padre estuvo junto a la tumba de su hijita. Puso flores frescas por la mañana, y por la tarde lustró y pulió innumerables veces la lápida, que decía: "La magia de Sarita es tan eterna como el amor de sus padres."
Al final del día, junto con las nostálgicas luces del atardecer, Wallace Mann, de treinta y seis años, no soportando más la muerte de Sarita, de ocho años de edad, se suicidó con un revólver. Cayó de bruces, abrazando en un postrer arranque de amor la pequeña tumba.
Ese fue un final patético de una historia trágica y triste. Wallace Mann estaba divorciado de su esposa. Un juez, por razones de seguridad, le había prohibido visitar a la niña. Un día un joven de dieciséis años de edad secuestró y asesinó a la niña. Fue el golpe definitivo para aquel padre. "Cuando me prohibieron visitar a mi hijita -decía la nota suicida-, me quitaron la mitad de la vida. Cuando la mataron, me quitaron la otra mitad. ¿Para qué he de seguir viviendo? Ya terminó todo."
Hay circunstancias en nuestra vida que al parecer nos dejan con una sola opción: dejar de vivir. Cuando se desvanece toda esperanza, cuando el vivir es más martirio que el morir, parece que no quedara más salida que el suicidio. Esa es una reacción normal cuando se ha perdido la fe. Pero hay una realidad mucho más segura, y es la siguiente.
Cuando Dios entra en nuestra vida, Él pone en nuestras manos un plano, un diseño que es totalmente nuevo. A cambio de cualquier circunstancia que haya destruido totalmente nuestros planes, Dios nos da una vida nueva. El pasado, incluso los males que nosotros mismos nos causamos, queda en el olvido, y Dios nos abre un nuevo camino.
Invitemos a Cristo a que entre en nuestro corazón. Hagamos de Él nuestro Maestro y Señor. Sometamos nuestra voluntad totalmente a la suya, y Él nos dará una vida nueva. Jesucristo espera nuestra invitación. |
