Cuando somos jóvenes cometemos el más grande y extraviado derroche de energías, aborreciendo las enconadas dificultades que esta conducta puede convenir en completa dilapidación de lo que debemos amar y cuidar. En la vejez, somos pastos de la locura haciendo filas mañaneras para citas médicas y exámenes tendientes a recuperar la salud que se nos ha ido y dejado solos, sin capricho de retorno; el cobro de esas energías perdidas tornadas en melancólicos recuerdos jamás volverán, es el saldo siniestro de todas las vulgaridades cometidas en el fangoso sendero de la vida.
Esas prerrogativas que un día ya pasado y en completo acto fragoroso de despilfarro se despidieron, disipándose, diciéndonos adiós, son victorias para nunca volverlas a saborear. Cabe el indulto celestial como respuestas a ese orgullo soberbio que funciona en nosotros como la fortaleza del mal, donde es preciso vencer o ser vencido en el entorno de una lucha colosal y definitiva, mantenida por el trauma que embarga la maldad, destruyendo por lo general el instinto humano.
La debilidad y la incapacidad son patrimonios exclusivos del viejo, ya el desarrollo cerebral y cognoscitivo llama con dramática urgencia el uso del gotero, porque se realiza a cuenta gotas. El paso lento, la vista raída y la audición entorpecida, todo escoltando, el cansancio agotador que nos consume proveniente sin sospecha del desgaste profanador, lesionador perseverante de las funciones de los tejidos celulares. No logrando el claro rendimiento un desatado cataclismo tiende a liberarse interiormente malogrando sus esfuerzos, ausentes de equilibrios. Dice presente el provenir el que ha dormido en el fondo tormentoso de los siglos, hecho verdugo que azota, amparado en la oscuridad entre el silencio cómplice de las horas que pasan. El anciano llora con facilidad, porque se siente solitario frente al anchuroso océano de las imposibilidades invencibles.
|