Un padre llevó a su hijo a dar un paseo en el auto. Al pasar por un campo sembrado de melones, el padre, viendo lo maduros que estaban, le dijo al muchacho:
-Voy a entrar a buscar dos o tres melones. Quédate tú aquí en el auto y mira para todos lados. Si ves que alguien se acerca, das un ligero pitazo.
El padre saltó por encima de la cerca y, ocultándose bajo las ramas de un árbol, se acercó a un maduro y hermoso melón. Al comenzar a cortarlo, oyó un disparo. Miró para todos lados y no vio a nadie. Así que volvió a la tarea de cortar el melón, pero esta vez no sólo oyó otra detonación sino que una bala cayó cerca de él. Miró hacia arriba y vio encaramado en el árbol al encargado de cuidar el campo. Avergonzado, le pidió perdón al hombre, salió a toda prisa del campo, montó en el auto y se alejó del lugar. Ya de camino, el padre le preguntó a su hijo en tono de regaño:
-¿Acaso no te dije que miraras para todos lados?
-Sí -respondió el muchacho-, ¡pero no me dijiste que mirara hacia arriba!
¡Qué triste ejemplo de un padre para su hijo! La mayoría de los padres jamás harían tal cosa, y sin embargo, tal vez por considerarlo inofensivo, muchos les enseñan a sus hijos a mentir y a engañar mediante el ejemplo que les dan.
Esa actitud es tan antigua que se remonta a los tiempos de nuestros primeros padres en el jardín del Edén. Sólo que en aquel entonces Adán y Eva no conocían a nadie más que a Dios. De modo que tan pronto como pecaron al comer la fruta prohibida, procuraron ingenuamente esconderse de su presencia. Tal vez Dios no les había explicado que eso era imposible, ni que, para colmo de «males», jamás podrían ocultarle nada a Él.
Si acaso nos preocupa el «¿qué dirán los demás?», y por eso miramos para todos lados, más debiera preocuparnos el «¿qué dirá Dios?», y por eso mirar hacia arriba.
Aunque no estemos robando melones ni dando mal ejemplo a nuestros hijos, todos pecamos contra Dios y contra el prójimo de otras formas. Más vale entonces que miremos hacia arriba, pero no para ver si Alguien nos está mirando, sino para ver, con el corazón quebrantado y arrepentido, que Dios nos mira con deseos de perdonarnos. Porque si bien el pecar es humano, el perdonar es divino.