Estaban metidos en la danza del fuego, una fantástica y espectacular danza del fuego. Los participantes giraron, se contorsionaron, tomaron absurdas posturas, gritaron y dieron alaridos. Pero no se trataba de la célebre «Danza del fuego» de Manuel de Falla. Ni danzaban al compás de la música de Claudio Debussy o de Georges Bizet.
Esta danza del fuego la bailaron 233 personas en un salón de baile de Beijing, China, un domingo 27 de noviembre. El salón se incendió, no se sabe cómo, y en cuestión de minutos se convirtió en una gran hoguera. Doscientas treinta y tres personas murieron carbonizadas.
La famosa pieza «Danza del fuego», compuesta por el compositor Manuel de Falla, que nació en Cádiz en 1876, es una de las obras clásicas de la literatura pianística española más electrizante que existe. Figura en el repertorio de los mejores concertistas del mundo y, en efecto, es apasionante y sugestiva, siendo «El amor brujo» la mejor danza de su ballet.
En cambio, la danza que bailaron los danzarines de Beijing fue horrible. Las llamas consumidoras que los envolvieron a ellos abrasan la carne, hacen pasto de los vestidos y cabellos, y calcinan los huesos.
Hay otros fuegos menos pensados que son destructivos como el fuego de aquella danza. Tenemos, por ejemplo, el fuego de la pasión. Este es el que consume mente y emociones, provocando al hombre a matar a su mujer por haberle ella sido infiel.
El fuego del odio enardece los ánimos de un individuo contra otro, o de un pueblo contra otro, o de una raza en contra de otra. Así ha ocurrido en Ruanda, Serbia y Bosnia. Así ha ocurrido en Irlanda del Norte. Y así ha ocurrido en muchos otros países.
La danza del fuego no se baila sólo en los teatros. También se baila en cada persona dominada por los vicios y las bajas pasiones. El alcohol es fuego que sube al cerebro y quema la razón y la conciencia. La droga es fuego que aniquila la voluntad y destruye la personalidad.
¿Qué podemos hacer para librarnos de estos fuegos destructores? Cambiarlos por fuegos santos. Los fuegos de esta vida no tienen que ser odio, rencor y venganza. Pueden ser, más bien, fuegos de amor cristiano. Permitamos que el fuego del poder de Dios arda en nuestro ser. Así nuestra vida reflejará gracia, amor y bondad.