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INQUIETUDES
Morir de Amor

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Antonio DiazEduardo Soto P.
Crítica en Línea

Yo era un niño cuando esa muchacha se envenenó con insecticida. Una tarde infame en San Felipe, ella encontró al amor de su vida (un hippie fundamental, adorador de las motocicletas y el canyac) desnudo en la cama con otra. El asunto no habría tomado giros macabros si esa otra no hubiera sido la propia madre de la chica.

Ella no soportó la escena, salió del cuarto hecha una fiera y se bebió sin respirar la poción que 28 años después todavía la tiene en el cementerio de Juan Díaz.

Así es el amor: del cielo al infierno en un tris. Y es doloroso pisar el escalón que te lleva de la ilusión a la amargura. Cuando esos amores pasionales y locos terminan, uno siente que los caminos se acaban, y que si se sigue no habrá más que abismos y oscuridad. Te sabes utilizado, juguete, inútil... solo.

Pocos aceptan que adelante, en una curva de la vida, aparecerá una boca nueva que besar. Y parado al borde del desfiladero, imaginando que esa persona pronto gemirá de placer con otra pareja que no serás tú, no se piensa en nada más que en tragarse una bala, saltar al vacío, o chocar de frente el carro contra un camión, pensando que el súbito dolor será lo único que traerá lo que se necesita tanto en ese momento: la paz.

Agradezco que la vida no me haya puesto en ese trance. Pero en extremos parecidos, cuando la falta de oportunidades parecía ahogarme y todo era mala suerte, pude levantarme gracias al inventario de bienes que supe hacer oportunamente.

Siempre empiezo por mí mismo, por mis logros profesionales y privados, porque me da la gana de creerme especial y capaz de seguir. Pienso en mi madre, porque aún la tengo viva, aunque sufriendo los achaques furtivos que inevitablemente traen consigo los 68 años cumplidos; pero está de pie, como la estatua invencible que siempre ha sido, encantando a todos con el verde luminoso de sus ojos y la buena mano para guisar.

Pienso en los hijos que me dio el destino; esas tres criaturas son las bisagras y cerraduras sin llave de todas las puertas que se me cruzan por delante. Y agradezco a la vida por la mujer que me los dio, porque ha sido un querubín bienhechor, que me sigue queriendo aunque no lo merezco.

Sigo adelante por los amigos que siempre están ahí para sacarme de los lodazales en que acostumbro caer. Ellos nunca me ponen condiciones (“Bench”, te quiero mucho) y permanecen leales, como árboles imperturbables que dan sombra y alimento en el camino.

Puedo decir más, porque la lista de razones para seguir en esta vida son muchas, pero se me acabó la página. Sólo agrego que nada ni nadie vale tanto como para hacerme halar el gatillo. Ni a ti, lector.

Demos gracias a Dios por eso.

 

 

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