INQUIETUDES
Morir
de Amor
Eduardo
Soto P.
Crítica
en Línea
Yo era un niño
cuando esa muchacha se envenenó con insecticida. Una tarde
infame en San Felipe, ella encontró al amor de su vida
(un hippie fundamental, adorador de las motocicletas y el canyac)
desnudo en la cama con otra. El asunto no habría tomado
giros macabros si esa otra no hubiera sido la propia madre de
la chica.
Ella no soportó la escena, salió del cuarto
hecha una fiera y se bebió sin respirar la poción
que 28 años después todavía la tiene en
el cementerio de Juan Díaz.
Así es el amor: del cielo al infierno en un tris. Y
es doloroso pisar el escalón que te lleva de la ilusión
a la amargura. Cuando esos amores pasionales y locos terminan,
uno siente que los caminos se acaban, y que si se sigue no habrá
más que abismos y oscuridad. Te sabes utilizado, juguete,
inútil... solo.
Pocos aceptan que adelante, en una curva de la vida, aparecerá
una boca nueva que besar. Y parado al borde del desfiladero,
imaginando que esa persona pronto gemirá de placer con
otra pareja que no serás tú, no se piensa en nada
más que en tragarse una bala, saltar al vacío,
o chocar de frente el carro contra un camión, pensando
que el súbito dolor será lo único que traerá
lo que se necesita tanto en ese momento: la paz.
Agradezco que la vida no me haya puesto en ese trance. Pero
en extremos parecidos, cuando la falta de oportunidades parecía
ahogarme y todo era mala suerte, pude levantarme gracias al inventario
de bienes que supe hacer oportunamente.
Siempre empiezo por mí mismo, por mis logros profesionales
y privados, porque me da la gana de creerme especial y capaz
de seguir. Pienso en mi madre, porque aún la tengo viva,
aunque sufriendo los achaques furtivos que inevitablemente traen
consigo los 68 años cumplidos; pero está de pie,
como la estatua invencible que siempre ha sido, encantando a
todos con el verde luminoso de sus ojos y la buena mano para
guisar.
Pienso en los hijos que me dio el destino; esas tres criaturas
son las bisagras y cerraduras sin llave de todas las puertas
que se me cruzan por delante. Y agradezco a la vida por la mujer
que me los dio, porque ha sido un querubín bienhechor,
que me sigue queriendo aunque no lo merezco.
Sigo adelante por los amigos que siempre están ahí
para sacarme de los lodazales en que acostumbro caer. Ellos nunca
me ponen condiciones (Bench, te quiero mucho) y permanecen
leales, como árboles imperturbables que dan sombra y alimento
en el camino.
Puedo decir más, porque la lista de razones para seguir
en esta vida son muchas, pero se me acabó la página.
Sólo agrego que nada ni nadie vale tanto como para hacerme
halar el gatillo. Ni a ti, lector.
Demos gracias a Dios por eso.
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