Los crímenes cometidos por latinoamericanos en Japón provocan animosidad entre la población local y empiezan a endurecer las leyes para los inmigrantes en el país oriental.
Afectado por el fuerte descenso de la natalidad y su dependencia económica de las manufacturas para la exportación, Japón empezó a aceptar mano de obra extranjera hace dos décadas.
Actualmente, en Japón hay más de 300.000 inmigrantes procedentes de América Latina, principalmente de Brasil, muchos de ellos descendientes de japoneses que emigraron en la primera mitad del siglo pasado.
La condición de "nikkei" o "sansei" (descendientes de segunda o tercera generación de japoneses) era hasta hace poco considerada suficiente para entrar en Japón con libertad para buscar trabajo.
Junto a brasileños, peruanos y argentinos con apellidos japoneses, llegaron también emigrantes no nipones de otros países latinoamericanos que se quedaron legal o ilegalmente motivados por la bonanza laboral.
El sector automovilístico da trabajo a numerosas colonias latinoamericanas que residen en provincias cuyos pobladores han empezado a sufrir las consecuencias más negativas de la primera oleada de inmigración no asiática en su historia.
El caso más emblemático de lo que se espera en los próximos años en el terreno legal ocurre en Hamamatsu, al oeste de Tokio, donde residen cientos de brasileños.
En los pasados ocho años se han registrado en esa zona tres homicidios con víctimas japonesas en las que los sospechosos brasileños se han fugado a su país de origen protegidos por su Constitución, que prohíbe entregar nacionales a gobiernos extranjeros.