"Muchachos -dijo alegremente Hernán Pelayo, joven chileno-, es una mina abandonada. ¡Explorémosla!" Así que Pelayo, junto con sus compañeros, entraron en la mina. Estaba oscura, húmeda, llena de telarañas y murciélagos. De pronto se paralizaron de asombro. Un hombre, con una sonrisa siniestra, les apuntaba con un rifle.
Pasada la primera impresión, los muchachos vieron que el hombre estaba muerto, momificado. La sonrisa era la de su calavera.
Después que les pasó el susto, examinaron el cadáver y se dieron cuenta de que había muerto de pie, medio recostado contra la pared y apuntando con su rifle a la entrada de la mina. El hombre, sin duda, había muerto de hambre, y eso por cuidar un oro que jamás disfrutó.
Este incidente lo cuenta Hernán Pelayo, el gran barítono chileno. Nunca olvidó la impresión que le causó la actitud del hombre que vio en la boca de aquella mina. Sobre el telón de su mente quedó grabada esa escena del hombre recostado contra la pared, cuidando su oro y apuntando su arma a un posible enemigo.
Al igual que aquel hombre, hay en la actualidad quienes viven acumulando bienes materiales y defendiéndolos con todo. Hacen de la posesión y del disfrute de sus bienes la mayor pasión de su vida. Se postran ante el altar del oro, y sacrifican familia, conciencia, escrúpulos, moralidad, dignidad, cuerpo y alma.
El signo clave de la sociedad actual es la letra S con dos barras verticales. Es el signo del dólar, que ha invadido no sólo naciones en todo el globo terrestre, sino también mentes, almas y corazones. Casi todas las decisiones de la vida ya no se hacen a base de honor y de justicia sino del miserable dólar.
La Biblia tiene mucho que decir sobre esto. No condena el dinero, ni las posesiones ni la propiedad privada, como tampoco condena el provecho que se saca del trabajo honesto y limpio. Es un arte saber usar bien el dinero que ganamos sin llegar a ser víctimas de su atracción, que para algunos es casi incontrolable. Pero el Supremo Maestro del dominio propio, de la ética y de la moral, el poderoso Salvador espiritual, puede ayudarnos a cultivar ese arte. Pidámosle que lo haga, en calidad de Señor de nuestra vida.
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