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La muerte del roble

Hermano Pablo | Reverendo

Era alto, elegante, vigoroso. Desafiaba la vida y sus inclemencias con firmeza, casi hasta con arrogancia. En el año 1990, le hicieron una revisión general y lo declararon sano y con muchos años más por delante.

Sin embargo, en junio de 1991, el viejo roble, de trescientos años de edad, se derrumbó con estrépito. Nadie en la ciudad de Thousand Oaks esperaba una muerte tan súbita. Pero el viejo árbol cayó, y con su caída destrozó seis flamantes automóviles. "No soportó el peso de los años", decían los diarios.

Aparentemente el viejo roble, quizá por la acumulación de años, comenzó a caer víctima de "infecciones", por decirlo así, internas. Y murió aquel árbol, que desde tiempo inmemorial, más de trescientos años, crecía en la zona de Thousand Oaks, California. Como detalle del caso, a su sombra descansaba una gran venta de automóviles Volvo, Volkswagen y Mitsubishi, y el árbol en su caída aplastó seis nuevos modelos.

Cuando hablamos de un hombre sano, fuerte y vigoroso, que parece emanar salud y vida a pesar de tener canas y arrugas, decimos con admiración: "Está fuerte como un roble." Pero por dentro de ese roble sano y fuerte opera la ley inexorable del envejecimiento. Y un día serán más los años que la resistencia, y el hombre se derrumbará con estrépito.

El tiempo pasa de una manera misteriosa y nos va transformando incesantemente. Nos hace pasar por todas sus etapas: la infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez y la ancianidad. Y un día inexorable nos pone al borde de la sepultura.

Para ese día, necesitamos la seguridad de algo más allá de esta vida. No tenemos que morir sin esperanza. Podemos tener la más firme fe y seguridad en la gloria eterna. Podemos saber que ella nos espera.

Esa vida eterna, vida que traspasa la dimensión de lo efímero y lo material, es la parte esencial de la obra del Calvario. Y es nuestra esa vida inmaterial con sólo aceptar la obra de Jesucristo en la cruz del Calvario. Allí Él pagó el precio de nuestra redención. Aceptemos la invitación de Cristo, que dice: "Al que a mí viene, no lo rechazo" (Juan 6: 37).



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