OPINION


Ocho semanas de felicidad

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Por Hermano Pablo
Reverendo

Fueron ocho semanas de felicidad. Ocho semanas de luna de miel con la buena fortuna. Ocho semanas de comprar lo que deseaba, de pasear por donde le gustaba, de recibir felicitaciones y de contarles el cuento a los amigos y parientes.

Ocho semanas en que Jake Malham, de Florida, Estados Unidos, disfrutó del millón de dólares que se había ganado en la lotería. Compró una casa, compró los mejores muebles, compró un auto nuevo y viajó por lugares donde antes no había estado. Pero precisamente a las ocho semanas de su felicidad, el hombre, que tenía cincuenta y tres años, murió de un síncope cardiaco.

Disfrutar de ocho semanas -dos meses- de intensa felicidad por haberse ganado la lotería parece una gran cosa, pero más vale que hagamos algunas reflexiones al respecto.

En primer lugar, la ilusión de la felicidad que la buena fortuna pueda traernos es mil veces más grande que la realidad. Cuando se obtiene lo que se ha anhelado y el primer momento pasa a la historia, la vida vuelve a ser tan aburrida como antes. Hay personas muy ricas que se suicidan porque el hastío y el aburrimiento de la vida les quitan todo deseo de vivir. Si Dios nos ha bendecido con bastantes bienes materiales, contentémonos y démosle gracias, no sea que el propósito de nuestra vida llegue a ser adquirir más bienes, y experimentemos ese hastío, cansancio y aburrimiento.

En segundo lugar, la vida no consiste en lo mucho o en lo poco que tenemos. Por eso dijo Jesucristo: "¡Tengan cuidado! Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes" (Lucas 12:15). Con esto el Maestro daba a entender que si de veras esperamos algo más de esta vida, hay algo más que no tiene nada que ver con las cosas pasajeras. Se trata de un tesoro que tiene un valor incalculable: el tesoro de la paz interior, de la tranquilidad absoluta, de la seguridad que obtenemos cuando Cristo es el Rey, el Dueño y el Señor de nuestra vida.

Démosle, pues, gracias a Dios por los bienes materiales que tenemos, pero no hagamos de ellos un dios. Al contrario, que el Dios de nuestra vida sea el Padre eterno, creador de todo lo que existe.

 

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