Durante más de mil años, Santa Cecilia ha sido una de las mártires de la primitiva Iglesia, más veneradas por los cristianos. Ella había consagrado a Dios su virginidad, pero su padre la casó con un joven llamado Valeriano.
El día del matrimonio, mientras que los músicos tocaban y los invitados se divertían, Cecilia se sentó en un rincón a cantar a Dios en su corazón y a pedirle que la ayudase.
CUIDADA POR UN ANGEL
Cuando los jóvenes esposos se retiraron a sus habitaciones, Cecilia dijo a su esposo que había un ángel del Señor que velaba por ella y que si él la tomara como su esposa, se enfurecería; en cambio si la respetaba, el ángel lo amaría como la amaba a ella.
Luego de convencer a su esposo de que se bautizara, logró convencer a su cuñado, quienes desde ese entonces se consagraron en la práctica de la buenas obras.
NO LE FALTO FE
Cecilia fue llamada para que abjurase de la fe. En vez de abjurar, convirtió a los que la inducían a ofrecer sacrificios.
Luego la llamaron a juicio con el prefecto Almaquio quien discutió detenidamente con ella. La actitud de la santa le enfureció, pues ésta se reía de él en su cara y le atrapó con sus propios argumentos.
Finalmente, Almaquio la condenó a morir sofocada en el baño de su casa. Pero, por más que los guardias pusieron en el horno una cantidad mayor de leña, Cecilia pasó en el baño un día y una noche sin recibir daño alguno.
Entonces, el prefecto envió a un soldado a decapitarla. El verdugo descargó tres veces la espada sobre su cuello y la dejó tirada en el suelo. Cecilia pasó tres días entre la vida y la muerte. Esta historia tan conocida que los cristianos han repetido con cariño durante muchos siglos, data del siglo II.