En la fábrica de bloques de José hay cinco empleados. Todos inician sus labores bien temprano, unos son rápidos colando la arena, otros colocando las molduras, mientras que el encargado de hacer los bloques de lujo de la empresa es más lento.
Un día se le ocurrió al capataz realizar mediciones de productividad para notar en realidad cómo está cada empleado en cuanto a la producción. El quería saber quién y cuánto generaba cada uno para la empresa. Eso le permitiría ofrecerles una buena paga para fin de año como un reconocimiento por su esfuerzo.
Pasaron los meses y comenzó a comparar los números. Enseguida se dio cuenta que el que menos cobraba era el más productivo. Parece que el tipo es un cholo que no se cansa y producía mil bloques por día. Lo contrario ocurrió con la persona que hacía los bloques de lujo. Aquí notó que la productividad no iba de la mano con los gastos en materia operativa, pero se quedó callado para dejar las cosas en este estatus.
Al cabo de los años, José decidió vender sus acciones a un alemán. El quería retirarse del negocio para vivir más tiempo con su familia y así fue, Arsekin, el nuevo dueño de la compañía de bloques, mantuvo a todo el personal y contrató los servicio de la misma empresa encargada de medir el rendimiento. Los números seguían marcando diferencias enormes y detectó que su línea de bloques de lujo le había arrojado pérdidas cuantificables tan grandes que optó por cerrar esta línea de producto para reforzar la línea de bloque común de construcción.
El éxito de este alemán fue tan grande que hasta su personal lo reconocía porque implementó un incentivo por rendimiento por calidad y cantidad.
Quizás este cuento se repita una y otra vez en el sector público y privado porque habrá empleados productivos y otros improductivos. Lo mejor es buscar la excelencia.