Cuando fuimos novios, ella tenía doce años y yo catorce. Era una criaturita preciosa del primer año en el Instituto Bolívar: blanca, achinada, pequeña como un relicario, con una corta pero densa mata de pelo negro azabache enmarcándole su cara de emperatriz japonesa, y con dos hileras de dientes en perfecta sonrisa de anuncio publicitario. Con lunar junto a la boca y todo, igualita que Blanca Rosa Gil. De los labios inmaduros le colgaban siempre unos besos de mujer hecha y derecha que me ponían a sudar por arriba y por abajo.
Lo que realmente me gustaba era ver cómo los compañeros de ambos se morían de envidia. Creo que llegaron a odiarme. Procuraba pasearme durante los recreos por la mayor cantidad de lugares posibles, para que todos me vieran. Cuando ellos estaban cerca, aproximaba mi boca a su oído, le besaba furtivo el cuello de muñeca, o el pabellón limpio de su oreja inocente, mientras escabullía mis manos por los bolsillos de su falda para rozarle los muslos por sobre la tela burda, y ella censuraba mi atrevimiento pellizcándome las costillas, mientras me fulminaba con una mirada sacada más de su inventario de picardías, que del de la furia. Ellos nos contemplaban... y sufrían.
Un día le mentí para escaparme solo a un sarao de la FEP en el antiguo club de golf de San Francisco, que por entonces no había sido bautizado Omar. Me escapé reído y engavillado. Me aparecí con mis compañeros en aquel berenjenal, donde todo era estridencia, relajo, faldas cortas, jerga maleanteril, y bastante "rocopeo", que es la palabra que los colonenses usan para referirse a esas eventualidades eróticas sin mayores consecuencias.
A mí me gustó una fula del Remón Cantera. La aceché por horas (o me acechó ella a mí, porque a fin de cuentas a esa y cualquier edad, los hombres terminamos siendo la presa), y por fin logré ponerla en el centro de esa cosa animal y reptil que se organiza en los bailes tumultuarios estudiantiles, que se mueve milimétricamente como un todo y que, mientras más hacia el medio uno se coloca, se pone más caliente y más salivosa y más venérea.
Yo no sé de dónde apareció la emperatriz japonesa. Sólo recuerdo que escuché mi nombre, levanté la cara -porque la tenía sumergida irreverentemente en el regazo maternal de mi fula- y ahí estaba ella, esta vez mirándome convincentemente iracunda, sudando a mares y con un puño cerrado que no demoró en poner sobre mi nariz.
Hasta ahí llegó el noviazgo. Y el episodio pasó inmediatamente al libro de burlas del salón, donde se aprovecharon para vengarse. Todo porque no pude ser leal. Porque me comporté como un político cualquiera, de esos que aprovechan la primera oportunidad para incumplir la palabra, y sacar provecho de los descuidos generales. Ahora que me han pinchado el teléfono por un absoluto y ramplón abuso de confianza, entiendo lo que sintió la muñequita cuando se supo engañada, utilizada y sola. |