Unidos al fin

por el Hermano Pablo
Las puertas de la sala de emergencia se abrieron de par en par. Una camilla conducida por enfermeros pasó rápidamente. Traían a un hombre de sesenta y un años de edad, llamado Clarence. Ataque cardíaco. Pero los esfuerzos de los médicos fueron vanos. Clarence murió media hora después. Acababan de quitar a Clarence de la sala cuando otra vez se abrieron rápidamente las puertas. Esta vez traían en la camilla a otro hombre, de cincuenta y seis años, llamado Charles. Ataque cardíaco. De nuevo los esfuerzos de los médicos fueron vanos. Charles murió a la media hora. En la morgue del hospital los cuerpos de Clarence Atton y Charles Atton yacían uno junto al otro, fríos, inmóviles, silentes. Clarence y Charles eran hermanos, y habían estado enemistados durante veinticinco años. Nunca se habían hablado en ese lapso de tiempo. Los dos murieron el mismo día, casi a la misma hora, de un ataque cardíaco. Y la súbita muerte no les dio tiempo para reconciliarse. He aquí un conmovedor caso familiar. Estos dos hombres, dos hermanos, tuvieron una vez una contienda. Se enemistaron seriamente. Ninguno de los dos quiso nunca dar su brazo a torcer. Alimentaron su resentimiento, sin deseos de perdón, durante veinticinco años. En sólo dos ocasiones cambiaron unas breves palabras: en el funeral de la madre de ambos, y en el funeral de una hermana. Vivían en la misma ciudad: Boston, Estados Unidos. Pero nunca mostraron la voluntad de reconciliarse. Cuando al fin estuvieron uno junto al otro, ya estaban en la morgue. Jesucristo dijo: «Si tu adversario te va a denunciar, llega a un acuerdo con él lo más pronto posible. Hazlo mientras vayan de camino al juzgado» (Mateo 5:25). No hay que guardar resentimientos, porque hacen daño. No hay que dejar la reconciliación y el perdón para el último día, porque la muerte puede venir súbitamente y no dar tiempo para nada. Es ahora, es hoy, es en este momento que debemos reconciliarnos con el amigo, con el familiar, con el hermano ofendido, y sobre todo reconciliarnos con Dios. Porque mañana puede ser tarde. O se muere nuestro enemigo, o nos morimos nosotros. Reconciliémonos hoy con Dios, por medio de Cristo, y en seguida con nuestro prójimo. Cualquier dilación es peligrosa. Cristo nos tiende su mano.
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