El castigo con relación al delito
Hermano Pablo
En la ciudad de Richmond, Virginia se produjo un robo en una farmacia. Cuando estaba llena de gente, un hombre entró, sustrajo algo de los estantes y escapó rápidamente. La policía lo persiguió, como siempre se hace en estos casos, con veloz correr de autos, con estridentes sonidos de sirena y con dramáticos juegos de luces. Por fin lo alcanzaron y lo arrestaron. Cuando compareció ante el juez, se descubrió lo que el hombre en su apuro había logrado robar. Era un frasco de aceite de ricino. Al dictar su fallo, el juez explicó que el castigo debe ser acorde con la gravedad del delito. Por consiguiente, condenaba al hombre a tres días de cárcel y a tomar cada día tres cucharadas del aceite de ricino. «Tal el delito, tal la pena», dijo el juez filosóficamente. Ésta es una sabia verdad. El castigo del pecador debe ser proporcional al delito que ha cometido. Debe guardar cierta relación con el vicio, pasión o defecto que el hombre haya mostrado en vida. Por ejemplo, el castigo del bebedor podría ser que toda la eternidad se le obligara a beber continuamente, hasta que el trago de licor le fuera la cosa más repugnante que se pudiera concebir. El castigo del avaro podría ser que lo sepultaran bajo una avalancha de billetes de banco y monedas de oro que no le sirvieran para nada, cuando nada tuviera que comprar con ello. El castigo del lujurioso podría ser que se viera obligado a hacer el amor de continuo hasta que se convirtiera en la tortura más horrible que pudiera experimentar. Porque la verdad es que todos los placeres de este mundo terminan por hastiar y aburrir, convirtiéndose en tormentos en lugar de placeres. En cambio, el cielo ha de ser el disfrute -sin límite de tiempo, de cantidad o de intensidad- de la presencia y la comunión de Cristo. Ver a Cristo, contemplarlo, sentirlo nuestro, amarlo y servirle, conversar con Él, y junto con Él disfrutar de las maravillas del universo, ¡ese será el cielo! Hagamos de Cristo, hoy mismo, nuestro seguro y perfecto Salvador.
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