Extasiada miraba la bandera. Majestuosa la insigne tricolor jugueteaba con el aire fresco del atardecer. Bajaba lentamente el hermoso símbolo patrio. Solemne, sin apuros...
El policía, junto a otro compañero, con postura firme, retiraba la enseña nacional, mientras el viento intentaba arrebatárselas y el sol se despedía entre los árboles.
Me había parado a la señal del silbato para brindar respeto a nuestra bandera.
Este solemne rito al izar y descenderla del asta me hizo pensar en las fiestas patrias.
Fechas en que el orgullo panameño se exalta. Época especial para rendir homenaje a los próceres de la patria istmeña.
Quienes concibieron la nación panameña entregaron sus vidas por el máximo ideal de amor a la libertad.
Un sólido sentimiento nacionalista por este pequeño y pródigo terruño, bañado por dos océanos.
Pero hoy, entre la bruma del olvido de costumbres y tradiciones, muchos panameños sólo recuerdan la embriaguez del jolgorio. La celebración solemne pierde su significado.
Se transforman en días de asueto y consumo. Poco interés se muestra por hojear las páginas de la historia panameña.
A pesar de la insistencia de algunos educadores con sus alumnos para que profundicen en los temas patrios, el asunto no pasa de allí. Incluso hay adultos que consideran una pérdida de tiempo hurgar en el pasado.
Los colores de Panamá se ponen de moda por unas horas, una vez al año.
El poco empuje que muestran los originarios del país hacia su fiesta nacional, causa desasosiego.
Amar a la patria no es sólo responsabilidad de escuelas y medios de comunicación. Es obligación de todos.
Nacionalidad es también justicia, es lograr la dignidad para un pueblo.
Es el resultado de un esfuerzo en conjunto por acrecentar nuestros valores.
Patria es muchas cosas.
En la espiral de violencia que se vive, hay panameños que parecieran no comprender todavía la necesidad de cimentar la paz. Creen por lo visto que, alcanzar riquezas indebidamente es sinónimo de éxito.
Panamá necesita de gente honesta.