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  OPINIÓN


Carrera veloz hacia el cementerio

Por: Hermano Pablo | Reverendo

El chofer encendió el motor y emprendió la marcha. Los ocho cilindros del automóvil comenzaron a funcionar en perfecta armonía. La aguja del velocímetro fue subiendo: cien kilómetros por hora, ciento veinte, ciento cuarenta, ciento ochenta, ciento ochenta y cinco. Los policías le abrían paso y el vehículo casi se despegaba del suelo.

El veloz conductor era Tom Wilks, de Geraldston, Australia, dueño de una funeraria, y en el carro mortuorio transportaba el cadáver de George Ivor, un excéntrico anciano que había llegado a cumplir setenta y nueve años. Éste había pedido, como último deseo antes de morir, que lo llevaran al cementerio a la velocidad de un auto de carreras.

El anciano, propietario de una granja en Australia, había sido un enamorado de la velocidad. Los autos y las motocicletas de carrera fueron su pasión durante toda su vida. Por alguna razón nunca pudo realizar su sueño de correr como el viento y superar la marca de los 180 kilómetros por hora. Por eso, antes de morir, les rogó a sus hijos, y convino con la funeraria, que lo condujeran al cementerio a esa gran velocidad.

Hay muchas personas que, como aquel pacífico granjero, aceleran su carrera al cementerio. Descuidan la salud física con toda clase de excesos: tabaco, alcohol, drogas. A pesar de sentir síntomas serios de enfermedad, no van al médico sino que dejan pasar los días, ya sea por pereza, o descuido o temor. Y juegan con el delito, confiando que su buena estrella los va a mantener al margen de todo peligro. Estas personas, empeñadas en quitar de a dos, de a tres y de a cuatro las hojas del calendario, van acelerando, sin darse cuenta y muchas veces sin importarles, su día final.

La vida es demasiado preciosa para desperdiciarla locamente. El cuerpo no es eterno. Se deteriora cada día. ¿Por qué apresurar el desenlace? ¿Por qué, sin considerar los años que podríamos tener por delante, malgastamos nuestro templo corporal como si fuera paja para ser quemada?

Cada uno somos responsables de mantener la casa donde habita nuestro espíritu. Pidámosle a Dios sabiduría para cuidar con esmero ese templo que nos ha prestado, conscientes de que es un deber moral y espiritual. Si permitimos que Jesucristo viva en nuestro ser, tendremos toda la motivación necesaria sin necesidad de apresurar el día final, pues podremos esperarlo con tranquilidad y confianza.



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