MENSAJE
Cobrar
el barato

Carlos Rey
Siempre ha habido
personas que les dedican una buena parte de su tiempo a los juegos
de azar. Y siempre ha habido espectadores en esos salones de
juego, apostados alrededor de las mesas, que han experimentado
de cerca la agonía y el éxtasis de los que están
arriesgando el dinero. En la antigüedad se le llamaba «pagar
el barato» a la costumbre de dar, como propina, una pequeña
parte de las ganancias a los sirvientes y a esos mirones. Era
como si se lo merecieran por haber hecho acto de presencia y
nada más. Actualmente se sigue esa costumbre en los casinos,
bingos y otras salas de juego, donde es casi obligado dar una
propina al crupier, a los empleados del establecimiento e incluso
a los compañeros de mesa y mirones, cuando la ganancia
que se obtiene es grande. Pero en los casos en que alguien se
gana la lotería, y sus allegados, sobre todo los que estuvieron
presentes durante la compra del billete, piensan que el afortunado
jugador debe compartir con ellos aunque sea una pequeña
parte de sus ganancias, se supone que el que así procede
lo hace de buena gana y no por obligación. En cambio,
antiguamente ocurría que cuando un ganador no cumplía
con aquella costumbre que ya se había arraigado en la
cultura del juego, los defraudados acompañantes solían
exigírselo hasta con amenazas. Algunos llegaban al extremo
de contratar a matones que vivían de eso. ¡Era el
colmo de la presunción! De ahí que se acuñara
la expresión «cobrar el barato», que enfoca
a la persona que predomina por el miedo que les infunde a otras.
A pesar de que representan dos extremos de conducta, hay algo
muy importante que tienen en común una sala de juego y
la antesala de la cruz de Cristo. Así como abundan los
espectadores en los salones de juego, también los hay
ante esa escena de la cruz, en términos específicos,
todos nosotros. Pero a diferencia del juego de antaño,
no fue un juego sino una batalla lo que libró Cristo por
nuestra alma al morir en nuestro lugar y así ganar la
victoria sobre el mal. Y no fue al azar sino premeditada esa
victoria, planeada desde antes que naciéramos. Y los espectadores
que reconocemos que la aparente derrota es en realidad una singular
victoria nos hacemos acreedores no a una propina de la ganancia
sino a la ganancia entera. Cada uno de nosotros gana todo, porque
Cristo no se queda con nada más que la satisfacción
de haber ganado en favor de nosotros. Así Cristo nos desarma
de cualquier razón para «cobrar el barato»
y exigirle que nos pague del fruto de su victoria; al contrario,
es Él quien nos busca para invitarnos a que la aceptemos.
No nos exige que aceptemos la salvación del alma, que
es lo que ganó; más bien, nos la ofrece con amor
y nos trata de tal manera que, lejos de tenerle miedo, lo amemos
de todo corazón.
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Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del
Prado, 1995), p. 85. 2Ap 3:10 3Jn 3:16
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