OPINION

HOJAS SUELTAS
Réquiem

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Por Eduardo Soto
Periodista

Se muere San Felipe. Al menos ese de mis pantalones cortos, poblado por el padre sin cabeza en el último piso de la escuela Simón Bolívar -donde guardaban la leche Care-; el de la playa del malecón, con su cancha de baloncesto que sirvió de escenario para que un cíclope de apellido Guitens me doblara el tabique nasal de una trompada; el de las retretas de domingo con la Banda Republicana; el del fantasma de Catalina en las ruinas de lo que fue, a mediados del siglo pasado, el Instituto Panamericano; el de la torre de la iglesia San Francisco, donde una madrugada hicimos vigilia pensando en Dios, la Patria y el Hogar, para ganar una insignia scout; el del primer beso, la primera jalada de cigarrillo, la primera cerveza en cantina, el primer orgasmo, mi primera clase de guitarra (¡gracias, Rubén Ríos!), mis primeros versos y -una tarde de febrero del 74- las primeras horas como huérfano, porque mi papá aceptó rendirse en un quirófano del Seguro Social y me dejó terriblemente solo.

Se muere San Felipe. El del olor a pan fresco a las cinco de la mañana, cuando caminaba dos cuadras para comprar el desayuno digno de los pobres (un huevo, la michita y el jugo de albaricoque que en ese entonces costaba diez centavos). El de Carlos, a quien todos le decíamos “el hombre lobo” porque cuando se encueraba en plena plaza Catedral, mostraba cara, manos y el cuerpo entero, forrado bajo espesas capas de un pelambre negro. El de las procesiones del Sagrado Corazón, las posadas de Tía Paulita, las peleas a puño -hombre a hombre (o mujer a mujer, porque las hubo)-, el de los patines de metal sujetos al pie infantil con tiras de tubo de bicicleta; el de tu boca y tu seno abierto bajo la luna, chiquilla de Plaza Bolívar, a quien hice llorar frente al mar porque me enamoré de otra.

Se muere San Felipe. Y se muere entre la mugre y el perfume. Por un lado te matan las pandillas de calle cuarta, que se lían a tiros con sus rivales por un pase de cocaína o el producto de algún robo. Si no, te van quitando la vida los cafés de encopetados, con sus platos caros, puestos exclusivos y quinqués afrancesados.

Se muere San Felipe. Lo están matando los nuevos vecinos, con sus ropas, carros y apellidos de linaje, que lo hacen sentir a uno extranjero, intruso. Le pintan una cara al barrio que yo no conocía: colorete mágico, insincero, máscara para un carnaval sin barullo ni rumba ni desorden real. Y tal vez tengan razón, y así sea mejor: música sin música... un coge nalga lite.

Y te matan, San Felipe, los hijos de los hijos de los hijos: una muchachada nueva, despiadada, consumidora de drogas, asesina, capaz de cualquier atrocidad, del dolo, de la más brutal herida por un poco de hierba, por piedra, inútiles cuerpos humanos tirados en la acera viendo pasar la vida... esperando.

Y yo paso, forastero extrañando, evocando esos días de niño por los callejones esos, cuando besaba sin usura, y jugaba a ser poeta, cantando. Hoy busco a alguien más que haga lo mismo... desencontrando... Me topo nada más con el cortejo, con el difunto... ¡Ay, San Felipe de mis pantalones cortos! ¡Qué carajo!

 

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