Mírenlas. Se nota que la ropa de moda no es ropa. Es no-ropa. Para nada me disgusta; todo lo contrario. Para mí el cuerpo femenino es la razón de las mañanas. Es por lo que realizo con ganas -como si valiera la pena- la más aburrida de las acciones: respirar. Una espalda de mujer, su olor, su textura, su línea -por arriba plácida como remanso de río; por debajo turbulenta ¡como río!- me transporta hondo, me saca de este mundo.
Y ellas saben eso, porque a veces salen en tumulto, como si se pusieran de acuerdo, con la espalda afuera.
Recuerdo cómo era en tiempos de mi adolescencia. (Un paréntesis para hablar de esta palabra adolescencia: han notado como suena igual que “adolecer”, que es lo mismo que padecer, sufrir, soportar, penar y tolerar). Decía que en aquella edad, cuando “padecía” la edad de las hormonas; cuando “sufría” porque era difícil que las chicas me miraran; cuando tenía que “soportar” terribles episodios de soledad, y no me quedaba otra que “penar” al lado de unos cuantos amigos, abatidos todos por el acné; en aquella época, decía, las muchachas no usaban tan poca ropa. Pero eran iguales de osadas, porque eso lo traen en el ADN desde el Edén, cuando a Eva se le ocurrió achicar la hoja de parra, porque el tamaño original le parecía poco delicado. Cuando los ochenta empezaban, se puso de moda la licra, en su modalidad de estridente “Tainigauiny”, que era un pantaloncito sintético que había que estirar exageradamente para entrar en él, y se les pegaba como una segunda piel. Tanto, que sugería todas las comisuras, los pliegues y sinuosidades del bajo vientre. Por delante y por detrás. Era algo fabuloso porque dejaba todo a la imaginación. Los muchachos nos impusimos la costumbre de verlas pasar para auscultarlas con la mirada, y sopesar con las manos invisibles de la lascivia sus rincones desiluminados. Después intercambiábamos figuritas. Siempre ganaba Marina, una negraza hermosa y total de la calle quinta.
Pero no era normal ver ombligos. Más bien era la excepción de la regla. Una cosa que se dejaba para la playa.
Hoy abundan. Están por todas partes. En el bus van seis, siete, ¡diez!; están en los restaurantes; en las aulas universitarias; en las oficinas (los esconden del jefe debajo de una blusita o un saco); en la iglesia; en el centro bancario; la peatonal; en todas las discotecas, donde es obligación; les cuelgan aretitos para que se noten más; en los cementerios; en la tele... ¡Parecen tropas invasoras... ! ¡Desajustan la razón!
Y no vienen solos. Para que el asunto sea más grave, ahora han inventado unos pantalones sin tela, sin ziper; sin chicotes... son unas diminutas piezas hechas con menos material que el que se usa para una manga de camisa. Preciosuras que, con las insuficientes blusitas con que hacen juego, hacen que resalten los ombligos de nuestras chiquillas, como puntos de luz en estas sombras que son la vida.
Tan poca ropa. Se parecen al Presupuesto del Estado que está en discusión. Ambas cosas pueden desatar una guerra civil. Por un ombligo se van a matar un día los machos en la Central. Por la poca plata que le están dando a Educación, Salud, Cultura, Deportes, terminaremos matándonos todos.
O moriré yo solo porque esta semana mis hijas -que tienen ombliguitos preciosos- me dijeron a coro: “Gordo, ¡cómpranos un pantalón a la cadera!. |