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A ORILLAS DEL RIO LA VILLA
Carlos Castillo (II)

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Santos Herrera

Carlos Castillo quedó ciego a los pocos días de haber nacido. Por error le pusieron sulfato de plata en los ojos, apagándolos para siempre y sumiéndolo en un océano de oscuridad. No obstante su limitación física, el querido hijo de Corazón Castillo fue creciendo con inusitado optimismo y dueño de un blanco humor que lo distinguía entre sus semejantes. Jamás se disgustaba y nunca se quejó de su limitación visual. Desde temprano, afloraron de sus manos y boca, como torrentes, sus aptitudes musicales y si el Rey Midas todo lo que tocaba se convertía en oro, con Carlos sucedía algo similar, pues lo que contactaban sus dedos ya sea un asiento, una tabla, una botella, un pilón, una puerta, una hebilla de correa, no quedaban convertidos en el precioso metal, pero si rompía su mudez, sacándole armoniosas notas musicales, enriqueciendo con el oro de más alto quilate, los sentidos de los que lo rodean, que complacidos, disfrutaban de su habilidad musical. Cuando no estaba tocando la armónica, golpeaba con sus dedos el taburete, robándole acompasados sonidos o se pasaba interminables horas silbando en su posición característica, con la mano en la mandíbula. No tenía reposo. Siempre estaba inquieto. No quería perder un segundo de su vida y por eso se entregó totalmente a la música. Ella fue su eterna novia y para ella vivió.

A Carlos Castillo lo quería todo el mundo porque él era amigo de todos. Amaba a su familia, en particular a su madre Corazón y a su abuela Carmen, que lo colmaban de cariño y afecto. Para el músico, la amistad era una práctica permanente y la cultivaba todos los días. A pesar de su ceguera, cuando caminaba por las calles del pueblo a visitar familiares y amigos, nunca dejaba de saludar a sus conocidos y cuando los tenía cerca y existía confianza le daba unos golpecitos en la barriga y le preguntaba como andaba la "punga punga".

Carlos Castillo formó su conjunto típico que lo acompañaba cuando tocaba el violín, el acordeón o la armónica, integrado por Bernardo Villarreal (Nardo Tereso), en la churuca y su inseparable y leal amigo Francisco Barrios (Chico), quien tocaba el tambor y le servía de lazarillo. No había bautizo y cumpleaños que esa pequeña agrupación no alegrara en el pueblo. El mismo artista decía que era el primero que llegaba y el último en irse. En una ocasión, un Alcalde prohibió que los menores de 21 años participaran en los bailes patronales y al enterarse Carlos de tal medida y escuchando las quejas de la juventud monagrillera, los reunió y les dijo que él tocaría los cinco días de fiesta totalmente gratis en la parte de debajo de la casa de Tito Girón, para que todo el que no tuviera cédula, bailara todos los cinco días hasta las 12 de la noche. Así era Carlos Castillo, parrandero, amante de las mujeres, borrachón, cariñoso, que con su alma de niño, irradió amor y amistad porque en su mundo oscuro era un sol musical.

 

 

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