Era 1980. Tenía que cambiar de avión en Panamá. Iba por una ruta escabrosa, pero fascinante a la vez, que pasaba por Panamá, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires y Salta, y finalmente por tierra hasta San Pedro de Jujuy, muy al norte en Argentina. Iba para competir en el Panamericano Juvenil de ajedrez. Entonces no había eso de las conexiones inmediatas, por lo que tenía que esperar en el aeropuerto de Panamá por casi medio día. ¿Qué podía hacer? Me pareció obvia la visita al Canal.
La semana pasada, sin embargo, que anduve por Costa Rica y Panamá, la polémica sobre la ampliación del Canal me despertó un gran interés por volver a visitarlo.
No entendía por qué podía haber polémica por algo así.
En la exposición que tiene la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) en Miraflores me quedé un buen rato observando el mapa gigantesco del Canal, comparando lo planeado con lo que se había hecho a principios del siglo XX. La ampliación de ahora no representaría ni la vigésima o trigésima de remoción de tierras o aumento de agua que se dio cuando se construyó.
¿Por qué entonces oponerse a una ampliación que no tendrá sino un impacto irrisorio contra lo que se hizo un siglo atrás? Si el Canal hubiera tenido que ser evaluado como se quiere hacer hoy en día, jamás habría sido construido. Los barcos tendrían que bajar hasta el cabo de Hornos al sur de Chile, Panamá sería un paísito rezagado.
De verdad que se necesita ser estúpido para oponerse a la ampliación. Menos mal que en las encuestas por el referéndum del 22 de octubre el Sí (63%) aparece por encima del No (25%). Sin embargo, con algo tan positivo debía haber sido un 90%, cuando menos.