Sólo con la verdad todos podemos saber a qué atenernos en la vida y ante otras personas. Cuando se asume un compromiso ante otros, cuando uno anuncia sus planes, y la consecución de esos proyectos influyen en quienes nos rodean, más nos vale dar valor a nuestras palabras.
Cada vez es más difícil encontrar a personas cuyo discurso concuerde con su práctica. Y si vamos a ponernos a buscarlos entre la clase política, tal vez no sale ni media persona.
Muchos no entendemos que ante los semejantes el valor de nuestra palabra es mayor que cualquier otra característica individual. Si nuestra palabra no vale nada, entonces lo mismo puede decirse de nuestro prestigio, nuestra credibilidad y nuestra confiabilidad. Sencillamente no somos dignos de ser tomados en cuenta.
Prometer algo y luego no cumplirlo por olvido, pereza, o porque sencillamente lo expresamos mintiendo conscientemente, es casi como una traición a quienes se lo prometimos.
Obviamente que esto vale para todos los ámbitos, incluyendo el profesional y el familiar.
Recibir la palabra empeñada de alguien para que luego te incumplan resulta decepcionante, y puede cortar lazos de amistad y relaciones de negocios.
Peor aún son quienes constantemente reprenden públicamente a otros sobre su comportamiento aparentemente censurable, pero cometen iguales o peores pecados en sus vidas privadas. Más de cuatro puritanos caen en esta categoría.
Estimados lectores, comprendamos que en la vida no podemos andar cambiando de máscaras ni sombreros en cada ocasión.
En el momento en que quedamos ante la sociedad como incumplidos o falsos, el esfuerzo que nos toma para recuperar la credibilidad puede ser de años. No caigamos en este error; porque nuestra imagen podría no recuperarse nunca más.