Único hijo varón, nunca competí por el cariño de mamá. Era una cuestión automática, que no admitía discusión ni análisis. En ese pequeño cuarto de inquilinato, con espacio apenas para una estufa, dos camas, el comedor de metal, tres sillones de juguete y el vetusto escaparate de la abuela, yo era rey.
No a todos les gustaba eso. Mi hermana Otsy, por ejemplo, por quien siento un cariño de calibre y tono singular, todavía se queja de las supuestas preferencias y cuando me llama por teléfono se identifica fingiendo una voz de ultratumba para decirme: "aquí te habla tu lado oscuro", sin imaginar siquiera el espacio reservado que tiene en mi alma. Un beso para ella desde el fondo de este corazón de palo que la vida me ha tallado.
Algunos vecinos lo tomaban por un lado menos afectivo, y le decían a mamá que tuviera cuidado, porque tanto mimo y atención podrían convertirme en una aflautada y ridícula mariquita. Ella viraba la boca en gesto de condenación, y no hacía caso. Pero a última hora, cuando la adolescencia se abrió paso en mi piel y en todo lo que me rodeaba, parece que la vieja bajó la guardia porque dejó que la calle se hiciera cargo de mí. Por suerte, en la esquina me encontré gente buena, incluyendo un cura (quienes todavía me soportan como parte de su familia), lo que evitó la debacle y el estropicio.
Estaba recordando estas cosas últimamente porque descubrí que mis hijos batallan por mi atención, y aunque lo hacen en silencio, sin mostrar los dientes ni las garras, se han ido abriendo heridas que me asustan.
No tengo que decir que por mis tres retoños hago lo que sea (así, literalmente: lo que sea), aunque con el varón hablo mucho más (deportes, chicas, matemáticas, computadoras, música). Con las niñas el asunto se complica porque si bien una tiene mayor afinidad conmigo, la otra se gana mi atención a pulmón, con una creatividad y maña de guerrero ninja.
Hace unos días estaba con ellas viendo televisión, ambas en mi regazo, como cuando eran bebés y las diferencias ni mis actitudes -decía yo- se notaban tanto, cuando por un comentario tonto que dejé salir una de ellas se puso a llorar a lágrima suelta. Descubrí que están compitiendo, que sufren si pienso mal de ellas, o si le pongo demasiada atención a la otra. Besar a papá de primero cuando llega, se convierte en una regata a vida o muerte; estar en sus pensamientos y en su corazón, de forma exclusiva, es su reto.
¡Y no saben que me están matando! |