La nota estaba firmada por Baruch Goldstein. La había escrito en la víspera de una horrible masacre que él mismo había organizado y en la que había participado. El mensaje era una oración, y decía:
«Si me toca morir, que Dios me libre. Sea mi muerte una expiación por todos los pecados y transgresiones que he cometido delante de ti. Y puedas tú darme un lugar en los cielos, y permitirme entrar en el oculto mundo de los justos.»
Baruch Goldstein, judío celoso de su fe, dirigió una masacre en Hebrón, Palestina. Llevó a cabo la matanza de treinta musulmanes que adoraban a Alá en una mezquita, muriendo él mismo en el atentado. El mundo se horrorizó con el hecho, pero para Baruch era una hazaña que Dios tendría que premiar.
Todo el mundo tiene derecho a su propia religión. Todo el mundo tiene derecho a adorar como mejor le parezca. Pero si la religión de alguien exige alguna acción que perjudique a otra persona o entidad, y si, sobre todo, exige quitarle la vida a cualquier ser humano, esa debe ser suficiente prueba de la falsedad de la tal religión.
El Dios Creador del cielo y de la tierra, Autor de todo el universo, no necesita que lo defendamos. No podemos ganarnos su favor ignorando sus leyes divinas ni mucho menos quebrantándolas.
Nadie habrá de salvarse, como lo pensaba Goldstein, por matar a treinta personas de otra religión. El martirio de cualquiera que es provocado por la acción de una masacre de esta índole no es, y nunca podrá ser, un acto expiatorio por el que Dios tiene la obligación de conceder la salvación eterna.
Las palabras de Jesucristo vienen al caso aquí: «Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan.... ¿Qué mérito tienen ustedes al amar a quienes los aman? Aun los pecadores lo hacen así. ¿Y qué mérito tienen ustedes al hacer bien a quienes les hacen bien? Aun los pecadores actúan así» (Lucas 6:27, 28, 32-33).
El apóstol Pablo escribió: «No tomen venganza, hermanos míos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: "Mía es la venganza; yo pagaré", dice el Señor» (Romanos 12:19).
La única muerte que es expiatoria es la muerte de Cristo. Y Él no murió para darle muerte a la humanidad; Él murió para darle vida. No busquemos la venganza sino el arrepentimiento. La petición más poderosa en todo idioma es: «Perdóname». Hagámosela tanto a Dios como a nuestros semejantes.