"Nadie hace nada por nada". Ese es un refrán que escuchamos a menudo, sobre todo en un medio como el periodístico, en el que constantemente tenemos que cubrir noticias sobre coimas, componendas, pactos en las sombras y pagos por debajo de la mesa.
En ese precepto se basan los avaros, los ventajosos y los mal pensados, que son de la tesis de que hay que exprimir a cualquiera que se les presente con alguna necesidad urgente. Cuando uno los cuestiona sobre su actitud, contestan con frases como esta: "Yo lo hago porque todo el mundo lo hace".
Pero eso no es cierto. En todo el mundo (hasta en Panamá) podemos encontrar aún a personas que ayudan a los demás sin esperar nada a cambio, ya sea un préstamo monetario, un hombro para llorar o un simple gesto de amabilidad.
Algunos de estos espléndidos son religiosos, otros misioneros, otros filántropos, y otros gente como usted y como yo. Personas comunes y corrientes, que cuando se topan con alguien que está en problemas y necesita ayuda, siempre están dispuestos a extenderle la mano.
Pocos entienden que la ayuda desinteresada no es realmente una práctica exclusiva de las hermanas de la orden de la Madre Teresa de Calcuta, o del "más pendejo".
Cuando lo pensemos bien, nos daremos cuenta de que realmente es una inversión, ya que cuando ayudamos a otra persona en dificultades, sabremos encontrar en esa misma persona a una mano amiga para el momento futuro en que nosotros mismos estemos en dificultades.
Y créanme, todos vamos a tener momentos malos. Porque todo lo que sube, tiene que bajar.
Pero más rápido sube el que más amigos tiene. El que siempre se quiere aprovechar de los demás, se queda solo en el hoyo cuando le cae la podrida.