"Nadie sabe para quien trabaja". Esa frase se escucha en repetidas ocasiones, sobretodo de los labios de personas muy adultas.
Y es que las experiencias que les ha puesto la vida en el camino son infinitas.
Cierto día, me entretenía revisando algunas revistas, de temas varios, pero mi atención se distrajo por completo de las páginas, porque me pareció curiosa la conversación de dos hermanas, ambas con hijos mayores de edad. Una le contaba a la otra la historia de su única hija. La chica tenía 21 años, pues la angustiada madre sentía temor por algunas complicaciones que tenía ésta, en cuanto a problemas de salud, pero se llenó de tristeza, cuando recordó que en uno de esos instantes de rabia y rencor, su primogénita le había dicho que ella era lo bastante adulta para arreglar sola sus problemas, y que ese no era su asunto...
La otra, madre de tres retoños, todos profesionales, pensaba a lo lejos y recordaba que en varias ocasiones, sus hijos le habían hecho varios desaires, y le dijo: "Así es la vida, pero recuerda hermana, hagan lo que hagan ellos siempre serán nuestros hijos, aunque a veces su ingratitud nos duela"...
Definitivamente, acciones como estas no tienen otro nombre. Y es que, más que un sentimiento, es un pecado que hiere profundamente a los individuos que se han sacrificado por otros. Esto aplica para padres, hermanos, hijos, y amigos.
Es la ingratitud el espectáculo más triste que cualquier ser pueda presenciar.
A resumir de cuentas, creo que en esta vida todos, o por lo menos la mayoría, ha experimentado la ingratitud, y eso sin importar si eres hombre o mujer. ¿Será que, quienes actúan siempre con la misma se dan cuenta del daño que producen?.
Bueno, al servir, sólo se trata de hacer el bien y no de crear fondos para futuras recompensas...
