Queridos Hermanos y Hermanas en el Señor:
Que el fuego del Espíritu Santo que se derramó sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego, también se derrame sobre nosotros, purifique e inflame nuestros corazones y nos fortalezca e ilumine en la misión de extender el Reino de Cristo allí donde el Señor nos ha colocado a cada uno.
Los cristianos hemos de ser fuego que encienda, como Jesús encendió a sus discípulos. Nuestro amor debe ser lumbre Viva, Crítica en Línea que convierte en puntos de ignición, otras fuentes de amor y de apostolado, a quienes tratamos. El Espíritu Santo soplará, a través de nosotros, en muchos que parecían apagados, y de su rescoldo de vida cristiana saldrán llamas que se propagarán a otros ambientes que de no ser por ellos hubieran permanecido fríos y muertos. No importa que nos parezca que somos poca cosa, que apenas podemos hacer nada, que no sabemos, que nos falta formación. El Señor sólo quiere poder contar del todo con cada uno. ¡Qué grato le es al Señor el que, en la intimidad de nuestra alma, le digamos que somos todo de Él, que puede contar con lo poco que somos!.
El amor verdadero a Dios se manifiesta enseguida en apostolado, en deseos de que otros conozcan y amen a Jesucristo. "Me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación" (Sal. 38, 4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: "fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda?" (Lc. 12, 49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración, en el trato íntimo con Cristo.
Allí se alimenta el afán apostólico. Junto al sagrario tendremos luz y fuerzas; hablaremos a Jesús de los hijos, de los padres, de los hermanos, de los amigos, de aquella persona que acabamos de conocer, de las que encontraremos ese día por motivos profesionales o en los menudos incidentes de la vida diaria.