El estado democrático ha vuelto a ensayar una práctica desfasada cuando se suscitan conflictos que requieren de la intervención oportuna del Gobierno, al invertir frente a contingencias sociales, el orden de los elementos que garantizan la paz y la tranquilidad.
No se sabe por qué cuando se da una protesta callejera de personas reclamando solución a sus necesidades más urgentes, quienes primero hacen su aparición en el escenario de la polémica son los policías y no los civiles con responsabilidad de dar respuesta a los problemas que se plantean.
Ante una eventualidad de esta naturaleza, el primer paso de un funcionario civil asignado a un puesto público de alto rango debe ser acudir al sitio donde se protagoniza el descontento, contactar a los quejosos y solicitar, como condición obligada, el desalojo de la calle para abordar de forma civilizada las conversaciones.
Si el enviado no tiene a sus manos la respuesta, debe tomar datos de las peticiones, solicitar una tregua y acudir a los personeros superiores, sin perder la comunicación con los afectados.
¿Dónde se encuentran los funcionarios de alto nivel cuando se dan esta clase de disturbios y tranques vehiculares que producen pérdidas monetarias e incomodidades a terceros?, ¿no ven televisión?, ¿no escuchan la radio?, ¿cuál es el temor de asumir sus funciones?, ¿quién les paga a humildes trabajadores las horas no laboradas por encontrarse en estos embotellamientos?
Recurrir al tolete y la bomba lacrimógena en vez del diálogo franco, resulta un mal ingrediente que fomenta la intolerancia, la frustración y hasta el rechazo injustificado hacia la policía que acude a estas manifestaciones por mandato legal.
Emplear un piquete policial para sofocar a la población deseosa de dejar constancia de su reclamo es un contrasentido, en una época en la que el crimen organizado y la violencia delincuencial se han tomado por asalto los barrios en las principales ciudades del país.