Venid a Mí todos los fatigados y agobiados -dice Jesús a los hombres de todos los tiempos--, y Yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera. Mt. 11, 28-30.
Junto a Cristo se vuelven amables todas las fatigas. El sacrificio junto a Cristo no es áspero y rebelde, sino gustoso. Él llevo nuestros dolores y nuestras cargas más pesadas.
Nosotros debemos imitar al Señor: no sólo no echando preocupaciones innecesarias sobre los demás, sino ayudando a sobrellevar las que tienen. Siempre que nos sea posible, asistiremos a otros en su tarea humana, en las cargas que la misma vida impone.
Nunca deberá parecernos excesiva cualquier renuncia, cualquier sacrificio en bien de otro. Liberar a los demás de lo que les pesa, como haría Cristo en nuestro lugar. A veces consistirá en prestar un pequeño servicio, en dar una palabra de ánimo y de aliento, en ayudar a que esa persona mire al Maestro y adquiera un sentido más positivo de su situación. Al mismo tiempo, podemos pensar en esos aspectos en los que de algún modo, a veces sin querer, hacemos un poco más onerosa la vida de los demás: los caprichos, los juicios precipitados, la crítica negativa, la falta de consideración, la palabra que hiere.
Si nosotros nos llamamos discípulos de Cristo debemos llevar en nuestro corazón los mismos sentimientos misericordiosos del Maestro.
Aliviemos en la medida en que nos sea posible a tantos que soportan la dura carga de la ignorancia, especialmente de la ignorancia religiosa, que «alcanza hoy niveles jamás vistos en ciertos países de tradición cristiana».
Todos nos necesitamos. La convivencia diaria requiere esas mutuas ayudas, sin las cuales difícilmente podríamos ir adelante.