La aparición de conductas disociadoras en el seno familiar está provocando una crisis en la célula primaria de la sociedad panameña, con efectos preocupantes que se sienten con mayor impacto en nuestros niños y jóvenes. Y ante un panorama tan sombrío, algo tenemos que hacer para salvar la semilla que en el futuro tendrá que germinar en hombres de bien y no en gente confundida y descarriada que no cree en Dios ni le teme.
Hay que inculcarles desde temprano valores y virtudes y no antivalores, entendiendo que el primer frente en esa batalla por la formación del ser humano que se abre a la vida comienza en el hogar. Transferir esa responsabilidad a un extraño es cometer el primer error que tendrán que pagar las generaciones que nos sucederán.
Cierto es que la institución familiar está siendo golpeada severamente en estos tiempos apocalípticos desde varios flancos, pero, ni aún así caben las justificaciones porque al fin y al cabo, lo que estamos haciendo con esa actitud dilatoria es condenar a nuestros descendientes a sufrir el trauma que en la actualidad afecta a otros.
Tenemos una parte de la juventud, y no toda, desorientada, que no encuentra un referente en su vida, producto de un materialismo que se traduce en prácticas consumistas de apego al sexo libre, la droga, el alcohol y las tentaciones peligrosas del dinero fácil que al final generan en el hombre un vacío espiritual.
Los casos de niñas y niños que escapan de sus hogares son pruebas tangibles de esa crisis en que se debate la familia, el primer escenario de contornos infinitos donde todos dimos los primeros pasos, antes de comenzar a caminar por el ancho mundo.
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