NUSTRA TIERRA

CUENTO
El Cordero de Dios

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Ansabaquín París
Nuestra Tierra

Cuando Chitré era una aldea, por aquellos años de 1840´s, existía una plaza rodeada de naranjos, jardines y trinos enjaulados. Sus calles eran callejones como arterias sensitivas que se diluían en las sombras de pregones y salomas que se perdían por el viento y la distancia.

Cuatro callejuelas se bosquejaban hasta la plaza (hoy Parque Unión) con una topografía uniforme alta y plana, para caer después en una pendiente pronunciada, que en los meses invernales se colmaba de lodo, bledos y zanjones.

Esta gran plaza del pueblo, fue nervio y motor de una comunidad arriesgada y vibrante, que agrupó en sus años mozos a una pléyade de hombres y mujeres, que por su laboriosidad, temperamento y dinamismo, lo convirtieron en punto de convergencia lugareña.

Las casas de quincha, de penca de palma real y de madera que rodeaban la plaza hacían que sus aleros, los días soleados los transformara en atardeceres sombreados y acogedores; era un lugar apacible para un solaz descanso, en las horas donde la intensidad del sol calcinaba la tierra.

En el centro de la plaza se levanta una especie de enramada que era utilizada como la “capilla” del pueblo (hoy Catedral San Juan Bautista) en donde se reunía todo el pueblo para testimoniar su fe a Dios. También dialogaban sobre los quehaceres de la vida cotidiana, en ese intenso bregar para alcanzar mejores días.

De las personas que se reunían a diario en la precaria capilla de la plaza, sobresalió el Patriarca Matías Rodríguez como máximo exponente de la religiosidad y fe católica en el pueblo de Chitré. Precisamente la llegada de San Juan Bautista como santo patrono de los chitreanos, es producto de la tenacidad y perseverancia de un pueblo unido que puso a pruebas y se sometió al milagroso santo para auscultar su devoción a él, a través de Matías Rodríguez. Pues es éste quien sugiere que la capilla fuera presidida por el Bautista Juan y con aprobación de todos, parte el comisionado en canoa desde Chitré a la ciudad de Panamá en busca del Santo.

Las inclemencias del tiempo se oponen al éxito de la misión; la embarcación sufre averías y Matías quedó a merced del embravecido Océano Pacífico.

La canoa se estaba ladeando. La proa se enderezó poco a poco, pero luego volvió a ladearse aún más que antes. Con gritos de pavor empezó a resbalar sobre la frágil y angosta cubierta. Esto no puede ser, pensó Matías con pasmo.

Asido de un rústico poste que le había servido de mástil en la canoa, se encaramó en la barandilla y pensó varias veces de echarse al agua, pero la oscuridad y la soledad de la noche lo hicieron desistir.

Entonces se hundió en el agua sin tener tiempo para tomar aire. Un torbellino de enseres que llevaba para su travesía y empalizadas salidas de algún río cercano, lo arrastró hacia las negras profundidades -¡Es verdad!- pensó con horror. ¡La canoa se hundió y yo me estoy ahogando!

Dando fuertes brazadas se dirigió a donde creía que estaba la canoa volteada, con la esperanza de ponerla nuevamente a flote. Volvió a impulsarse en la misma dirección, pero se necesitaban varios hombres para ese trabajo. Pese a la apremiante necesidad de aire, aún pensaba con claridad, cual era su misión en llegar a la capital y regresar a su tierra, una aldea que dentro de un par de años se convertiría en distrito parroquial.

Guiándose por la posición de la canoa, se impulsó hacia adelante y encontró a tienta un objeto. Pasó con él y, dándose cuenta de que estaba en su espacio abierto, siguió nadando hasta sentir que le estallaban los pulmones. Salió por fin a la superficie, pero no bien abrió la boca para tomar aire, sintió que algo se le aferró por detrás hundiéndole como piedra.

Matías se había hundido entre un torrente de burbujas, que al verlas subir, se puso a nadar con todas sus fuerzas en la misma dirección. El frío de la noche lo hacía temblar y por la impresión, la soledad y el miedo, vomitaba agua, a unos metros de allí flotaba la canoa volcada.

Mientras pataleaba para no hundirse, Matías hacía esfuerzos sobrehumanos para controlar el miedo. El mar estaba en calma y se fundía con el cielo en una sola masa de negrura, pero a lo lejos brillaba una fila de tenues luces que seguro era tierra firme. Primero la imagen le pareció vagamente conocida, luego la realidad lo golpeó con toda su fuerza.

Al agitarse las tibias aguas tropicales del Golfo de Parita, emitían un pálido fulgor.

Alegándose sobre el agua, Matías Rodríguez, contempló una vez más las luces a lo lejos, comenzó a gritar para que lo escucharan; los angustiosos gritos se fueron apagando y el eco palideció hasta extinguirse.

Después de la pelea con el mar, el viento y la corriente lo llevó hacia adentro, en donde una tumultuosa confluencia de corrientes y las olas se les venían encima desde todas direcciones.

Al fin salió de la turbulencia y, al elevarse sobre una ola, Matías miro atrás y vio que la costa se había perdido en la bruma.

Estaba solo en un mar interminable. Lejos de tierra, el náufrago se aferraba a un objeto que por la oscuridad no sabía qué cosa era; él pataleaba sin cesar. Las olas no le permitían tener la cabeza afuera del agua, y cada una le parecía más grande que la anterior. ¡Ayúdame milagroso San Juan Bautista, no me dejes ahogar, tengo una misión que cumplirle en mi pueblo!

Llevaba ya 16 horas en el agua. Matías se hizo un propósito: Seguiré nadando hasta que las fuerzas me impidan pensar que me estoy ahogando.

Tenía los brazos y piernas adoloridos, la piel arrugada, labios y lengua hinchados de sed; pero Matías sintió una calidez que le reanimó -¡qué bueno que estoy flotando gracias a esta cosa que está conmigo! El hombre se desmayó.

Matías llevaba tres meses perdidos, desde que naufragó. Enfermo y agotado fue encontrado cerca de Penonomé, de donde es traído a su pueblo natal para que, repuesto y recobrado de la odisea sufrida, nuevamente se marche a Panamá y tiempo después regresa con la imagen de San Juan Bautista, en medio de la alegría colectiva que lo esperaba y desde aquel 22 de junio de 1840, la veneración hacia el Santo Patrono se patentiza en el rostro de confiados ciudadanos.

Los hombres que encontraron en las playas de Penonomé a Matías Rodríguez, nunca supieron el significado de tantas huellas de “casquitos” de oveja que estaban en la arena alrededor del náufrago.

Sin embargo, los chitreanos de ese entonces y los actuales, aseguran con elocuencia, “que esas huellas de oveja, no son otras que las de la oveja que acompaña a San Juan Bautista en su santa imagen”, o sea “El Cordero de Dios”, quien fue la cosa en que se aferró Matías para llegar a salvo a costas coclesanas.

MORALEJA:

Cuando se tiene “fe” todo se puede. Por eso dicen que la “fe” mueve montañas.

 

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