Me llamo Sarita,
y tengo tres añitos.
No puedo ver, pues tengo
hinchados los ojitos.
Quisiera no ser
tan mala y tan fea,
para que mamita
me quiera abrazar.
Comienza a golpearme
y me abofetea.
Consigo soltarme,
y corro velozmente.
Caigo golpeada al suelo,
me siento adolorida.
Él grita maldiciones,
me ofende y me lastima.
Me llamo Sarita,
y tengo tres añitos.
Esta noche triste
me mató mi papito.
Mediante estos conmovedores versos que hemos traducido del inglés, Gayle Jones Staples nos lleva a la sala de justicia en la que una pequeña víctima, llamada Sarita, describe los pormenores de un crimen sin nombre. Ahora bien, si a nosotros, que somos pecadores por naturaleza, nos parece depravado tal delito contra un ser indefenso de nuestra propia sangre, ¡cuánta repugnancia sentirá Dios, el Dador de la vida, que no sólo nos dio la vida que tenemos, sino que también dio la vida de su único Hijo para que pudiéramos tener vida plena y vida eterna!
Jesucristo, ese Hijo de Dios que murió por nosotros, le aseguró a uno de los maestros de Israel llamado Nicodemo que «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo». Y, sin embargo, Cristo sí condenó a cualquiera que maltrate a un niño. «Más le valdría ser arrojado al mar con una piedra de molino atada al cuello, que servir de tropiezo a uno solo de estos pequeños», advirtió Jesús. ¿Cuál no será, entonces, el castigo del que no sólo sirve de tropiezo a estas criaturas, sino que las maltrata física, sexual, verbal o emocionalmente?
No dejemos de informar de tales crímenes a las autoridades competentes, confiados de que a la postre Dios mismo se encargará de que en cada caso se haga justicia.