Lanzar el remedio que cura el espíritu del hombre, abriendo las vías por los rápidos de las cascadas del pensamiento, es la labor incansable de los que tenemos el dedo índice en posición calculadora, poniendo en aviso las posibles penurias que se arremolinan con insistencia en el fondo incómodo de los siglos por venir. Tener el poder avizor de la dialéctica, explicando con prontitud inaplazable lo que aguarda lo venidero, es la misión del profeta.
Esas anunciaciones silentes yacen obedientes en el lecho de la historia que no revela del todo lo oscuro y aletargado, posiblemente trastocado como consecuencias del olvido. Ella registra la abundancia de sucesos que en sus momentos aturdieron las pasiones de los pueblos que las experimentaron; obsequiadas hoy, en escasas gotitas medidas por los idealistas, para presentarlas con diligencia a las generaciones actuales, hechas mensajes de heroicidad y patriotismo, con profundas intenciones de domar el presente y el futuro, creyendo robustecer la posteridad, tendiente a opacar las domesticidades que tanto perjudican las inclinaciones de los seres actuales, proclives al uso de cadenas.
Decid la verdad en confesión con su credo, y quitarás la máscara a la mentira, recurso creado por el hombre para presionar el mundo. Quitad a los labios su temblor y habéis desbaratado la falacia quedando bajo las órdenes de la verdad. A todo no se le puede decir que sí, el yugo uncido sobre la testa, también es una forma de sometimiento cruel.
Cuando la pedagogía moderna haya logrado la cosecha de hombre y mujeres libres, la educación ha cumplido su deber sagrado, en completo convenio con la verticalidad, la decencia y la honestidad, ante todo, en las decisiones delicadas que tienen que ver con la conciencia y el rumbo de la República. El que piensa poco no rinde nada, acorralado por la incapacidad sin poder huir de las vanidades del mundo.