A ORILLAS DEL RIO LA VILLA
Los Velorios
Santos Herrera
Una señal inequívoca
en el pueblo, de que el enfermo había muerto, era cuando encendían
la linterna en el portal de la casa. De inmediato, sincronizados movimientos
de figuras y sombras se confunden en la penumbra, entrando y saliendo con
ligereza y diligencia de la vivienda. Las mujeres con toallas cubriéndose
la cabeza y los hombres con rostros adustos salen de todos los rincones
del pueblo. Vecinos voluntarios, como si lo estuvieran esperando, rápidamente
van a la funeraria en busca del cajón y de paso despiertan al policía
jubilado, para que en una pequeña y arcaica prensa, confeccione las
papeletas donde los familiares más cercanos anuncian la muerte y
la hora del sepelio, y que después son pegadas con engrudo en los
postes eléctricos. Al mismo tiempo, otro grupo de allegados, le tocan
la puerta al dueño de la cantina, solicitándole taburetes
y banquillos para usarlos durante los novenarios, en los cuales se rezan
muchos rosarios para limpiarle el camino al alma del difunto, en su encuentro
con San Pedro.
Por otro lado, al expirar el enfermo, damas voluntarias empiezan a
hacer el altar, colocando un mantel en la pared donde instalan un cuadro
del Corazón de Jesús. En una mesa, con otro mantel, ponen
un crucifijo junto a un bulto de San José y la Virgen, un rosario,
flores, velas y en ocasiones un retrato del muerto. Debajo de la mesa, dejan
un vaso con agua, para que el alma pueda saciar su sed. En el patio de la
casa del velorio, hacendosas mujeres, muy de madrugada, avivan el fuego
con leña de agallo, y preparan café que acompañado
con pan y queso, mantiene despiertos a familiares y amigos que amanecen.
El más triste tañido de lastimosas dobladas de campanas, despiertan
al pueblo, anunciando con agónica lentitud la muerte del coterráneo.
Enseguida llega Juan-Juan, pintoresco personaje que un día llegó
al pueblo para quedarse, quien acompaña a los deudos las nueve noches
con sus días, haciendo de todo.
El dolor ante una muerte tiene muchos rostros; por lo tanto, el luto
se expresa en distintas formas. Como siempre, se piensa que son los hijos
los que deben enterrar a sus padres y no éstos a aquéllos;
cuando esto último sucede, la ropa negra encierra, principalmente
a la madre, en una celda aislada que la priva para siempre de los disfrutes
de la vida. En el pueblo se conocen casos donde no vuelven a prepararse
más nunca las comidas que le gustaban al difunto. Asímismo,
se supo de una hija que quería entrañablemente a su anciana
madre y todos los días le enviaba un pedazo de tortilla. El día
que ella faltó, la amorosa descendiente, cada vez que había
tortillas, continuaba sacando el trozo y cuando se le acumulaban varios,
entonces con dolor, los botaba. También es cosa muy sabida que el
que más algazara hace en el velorio, frente a la caja mortuoria,
con desmayos, gritos, pataleos y llantos, no es el que más quiere
y por consiguiente, es el que menos luto guarda.

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AYER GRAFICO |
Integrantes del Club de Esposas del Club de Leones de Colón visitan
la comandancia de la Guardia Nacional. |


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