UNA DE LAS TRES MAS GRANDES DE PANAMA
Isla de San Miguel, donde se atrapan
las gallinas con rifles

Julio César Caicedo M.
La isla de San Miguel es
una de las tres más grande de la República de Panamá.
Está ubicada en el Océano Pacífico, casi abrazada por
los extremos del golfo mayor, y vista desde un avión, parece una
mantarraya sobre el mar en busca de aguas tibias. Pertenece al distrito
de Balboa, formado por los corregimientos de San Miguel, La Ensenada, La
Guinea, La Esmeralda, Pedro González y Saboga. Habita una municipalidad
de isleños: 1,000 mujeres y 2,000 hombres, todos fervorosos cristianos
en su mayoría católicos.
El punto más importante de la isla es el pueblo de San Miguel,
pero los verdaderos tesoros de la isla están en su gente, sus montañas,
animales silvestres, ensenadas, playas, longos, quebradas y ríos.
El que afirma conocer San Miguel, con sólo visitar al pueblo en
Semana Santa, está muy lejos de la verdad, pues hay que conocer La
Ensenada con gente tan inocente que discute por los patos que caminan sobre
los techos de las casas y que terminan los diálogos con las primeras
sombras de la noche, concluyendo que esa isla tiene dueños en la
capital y que algún día los sacarán a todos de allí.
La Ensenada tiene una quebrada con abundante agua, que abastece del líquido
hasta en las más tórridas épocas secas. Las noticias
de ellos se limitan a la radio y a los periódicos viejos. La comida
es abundante y balanceada. En La Ensenada, al igual que en el resto de la
isla las proteínas las brinda el mar y los carbohidratos de la fértil
tierra.
Los vivientes de La Ensenada son más verduleros que cualquier
otro pueblo en el mundo, allí no falta el ñampí, el
ñame, la yuca, el otoe, el plátano, el pescado y los camarones
finos son cotidianos. Las aves que más se ven son los gallos de peleas
con sus críos. El deporte que entretiene en la isla durante todo
el año es el de los gallos. La pelea de gallos y la procesión
de Semana Santa son los únicos eventos que hacen coincidir a compadres,
conocidos y amigos. Pero los gallos son la conversación eterna, superando
en interés y porfía a los apostadores hípicos de El
Chorrillo, acá en la ciudad.
El punto más alto de la isla es el Cerro Chiqueros, desde allá
pude observar muy de mañanita, la cúspide del Cerro Trinidad.
Los vivientes de San Miguel son dichosos pues en un territorio aproximadamente
como la provincia de Herrera, tienen 65 quebradas vivas, sin contaminar,
que nunca se secan, llenas de camarones de agua dulce, que propician el
hábitat de muchos roedores, aves y mamíferos. En algunos parajes
inhóspitos como Punta Grillo existen manadas de puercos castilla
y esteros con cocodrilos más grandes y peligrosos que el enorme cocodrilus
Fuscus de 21 pies, atrapado en Diablo Hight durante la invasión del
'89 y que ahora tenemos cautivo en Summit.
El pueblo más pintoresco de la isla y único que no está
a orillas del mar es La Guinea, para ir hasta allá hay que cruzar
el río Palenque. Este cauce cuando es marea seca, es una corriente
que parece un tejido de hilillos vivos. Palenque es del ancho del Canal
de Panamá en la entrada del Pacífico, que puede pasar caminando,
solamente cuando está seco, pero cuando sube la marea y da por la
rodilla usted puede ser comido por un tiburón o por un lagarto. Y
cuando está crecida la marea, se produce un choque de corrientes
inexplicables que ni los barcos camaroneros se atreven a entrar a La Guinea.
Son olas encontradas que producen violentos remolinos. Aquella vez que lo
cruzamos, fuimos advertidos por el guía, de los lagartos que se entierran
en la espesa lama, para atrapar bancos de corvinas, que penetran muy adentro
buscando también el sustento natural, de esa biota marina tan rica
de la isla de San Miguel.
Fue en el pueblo de La Guinea, donde me enteré que las gallinas
hay que atraparlas con rifle. Me ofrecieron un sancochito, lo que me alegró
muchísimo, pues veía las parvadas de gallinas con gallos de
muchos colores y contrastes, todos los grupos contaban con pollitos volantones,
picoteando y orillando las casas muy cerca de los montes. Colgué
mi hamaca entre dos matas de frutas de pan, esperando el caldo y no había
cerrado los ojos cuando me despertó el candelazo de un rifle, y mis
ojos adormilados vieron cómo el gigante Andrés Santimateo,
salía del rastrojo con un pollo grande y gordo, muerto y cogido por
las patas. No pregunté, pero casi me di cuenta de inmediato, que
en ningún pueblo de San Miguel existen cercas, cada familia conoce
sus gallinas, saben si son hijos de la grifa con el pescuezipelao, o del
embotado con la carata, etc. También reparé, que meterse en
esos rastrojos a corretear a una gallina es imposible, sumado a que en los
montes de la isla abundan como en ningún otro lugar tropical, barreras
de la filosa yerba mandinga o cortadera, capaz de zanjar heridas dolorosas
en caras y brazos a las personas que rocen con ellas.
Para llegar al extremo de la isla, demoré diez días, entretenido
con una construcción precolombina que dejaron allí los indios
terariques: Enormes trampas de piedras para atrapar peces. Antes que los
actuales y felices sanmigueleños en la isla vivían los indios
terariques, que abandonaron ese paraíso, después que el barbudo
de Balboa decapitase al rey terarique, autóctono complaciente, que
en vez de halagar a don Vasco Núñez con una cesta llena de
oro, le salió con dos jabas repletas con las mejores perlas.
Los inocentes que disfrutan hoy día en la isla de San Miguel,
provienen de un naufragio de hace tres siglos con destino al Quibdó
colombiano y no hay que dudarlo porque sazonan la cambombia con huevos y
ají picante, hacen guachos de arroz, frijoles y pescado con todo
y espinas. Y, lo más asombroso es que absolutamente nadie toma precauciones
para comerse ese sabroso plato con espinas. Los niños se recuestan
al pollo de la casa a comer y a comentar los castigos de la maestra y cada
cierto tiempo lanzan las espinas con un especial movimiento de la boca,
las agujas salen reblanquitas de gusto. Cuando todos terminaron de comer,
nosotros apenas orillábamos la totuma con mucho cuidado, pero terminamos
igual, sin dejar rastro de espinas porque las masticamos y nos las tragamos.
En el pueblo de La Esmeralda, segundo en importancia política
en la isla, visitamos al patriarca Manuel Rosales, padre de los isleños
más altos de San Miguel.
Allá nos llevaron a un aeropuerto abandonado por los norteamericanos,
una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Ese aeropuerto es dos veces
más que el de Albrook y para construirlo, recuerda el viejo Rosales
que derribaron más de cinco mil palmas de coco.


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El punto más importante de la isla es el pueblo de San Miguel,
pero los verdaderos tesoros de la isla están en su gente, sus montañas,
animales silvestres, ensenadas, playas, longos, quebradas y ríos. |

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