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Enemigos de la serenidad humana

Por: Aura Alvarado | Profesora

En cuanto a la muerte, que es disolución de la combinación corpórea a la que pertenece la sensibilidad, ella no existe para nosotros mientras vivimos, como no existimos nosotros para ella cuando sobreviene, porque ya no existe más sensibilidad o capacidad de sufrimiento. Y de esta manera queda eliminado también todo temor a la ultratumba.

Aún queda por domar, por lo tanto, los otros dos enemigos de la serenidad humana: el ansia de los placeres, el pesar por los dolores. Placeres y dolores son ciertamente el primer criterio de valoración del bien y del mal; pero el concepto cirenaico del placer en movimiento debe substituirlo el del placer en reposo y estable, que es la ausencia de turbación y de dolor. Y ésta puede pertenecer al dominio del hombre, en la medida en que él se transforma en capaz de renunciar a un placer si debe ser fuente de aflicción y de aceptar un dolor que sea portador del bien. Hay que hacer siempre un cálculo utilitario, pero se le debe aplicar especialmente a los deseos y a las necesidades distinguiendo los naturales y necesario, que son fáciles de satisfacer, de los otros, de los que el sabio le es fácil disipar el impulso.

La naturaleza, que no desea sino alejamiento del dolor y serenidad, enseña el sabio a moderar los deseos y a bastarse a sí mismo: menos necesidades, menos afanes y más alegría en el goce de los placeres fácilmente alcanzables y en la contemplación mental de los bienes ya gozados, que impresos en la memoria constituyen una posesión no sujeta ya a pérdida.

El placer espiritual nace de la contemplación de la verdad que nos hace penetrar a nosotros, mortales, en el seno de lo infinito y de lo eterno. Por eso, el anciano puede ser más feliz y envidiable que el joven, y el sabio sabe y quiere más conceder con liberalidad que recibir, lo que implica el concepto de que el bien espiritual concedido no se pierde, sino que se acrecienta por la satisfacción del goce común.



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